Queridas Mentes Insanas,

Hace unos días me topé con un artículo que hablaba de la depresión y me dije “este artículo me representa” y me di cuenta de qué poco he escrito yo sobre un proceso que, me guste o no, ha atravesado mi vida desde que me alcanza la memoria.

Creo que no he escrito porque yo con la depresión hago como con las gafas de leer o con las llaves: las dejo por ahí como si no fuese a usarlas nunca más, cuando es obvio que las uso constantemente y no quiero ni pararme a pensar cuántas horas de mi vida he malgastado buscando las malditas gafas de leer o las llaves.

Pues con la depresión lo mismo: en cuando la supero me pongo a vivir la vida como si ya, como si aquello no fuese a volver nunca. Exagero, a ver: que voy a terapia y hago mis cosas, pero una vez hechas, ya está. Me digo que nunca volverá y paso página.

Hasta que vuelve y me doy con la realidad en las narices, pensando cómo puede ser que haya vuelto si yo esto ya lo tenía resuelto y ya había tropezado con esta piedra y ya había buscado yo soluciones para que no me volviese a pasar. Pues así.

Total, que me he dicho que igual estaría bien escribir alguna cosa de vez en cuando, y aquí estoy, escribiendo de la depresión a nivel usuaria.

Una de las cosas que me cuesta más hacer entender a la gente es que la depresión no es estar triste, sino estar inerte. Te quedas sin vida, como colgada en algún lugar extraño que ni palante ni patrás, un lugar donde nada importa, donde nada llega, donde no hay nada, solo ruido.

No estás, pero estás. En las depresiones, en las mías al menos, hay tristeza, pero no es eso lo que las define. En muchos otros momentos de mi vida hay tristeza y ni de lejos es una depresión. No se trata tampoco de la intensidad de la tristeza, es otra cosa.

Estar deprimida es una especie de apatía sin fondo y sin solución. Una especie de apatía con un ruido de fondo que no calla. Como tener obras eternas en tu cabeza y en tus tripas y no poder salir de allí.

Cuando empiezas a salir del agujero y empiezas a verbalizar por dónde has pasado la gente te mira preocupada. ¿Por qué no me llamaste para contarme?

Pero preguntarle a una persona deprimida por qué no llamó para contarle es como preguntarle a alguien que se ha roto la pierna por qué no fue “corriendo” al hospital.

Llamar por teléfono y pedir ayuda está fuera de mi mundo en depresión. Desde el agujero llamar a nadie, ni explicarle a nadie, ni ver a nadie, ni pedir nada está fuera de marco. Yo llamo cuando voy cayendo, y llamo cuando vuelvo a salir, poco a poco. Pero desde allí no hay teléfono que valga.

Por eso, el entorno es importante. Porque el entorno tiene que estar atento. Si una colega desaparece un tiempo, y sabemos que estaba floja, y sabemos que tiene bajonas… no esperemos que nos llame.

Hay que ir, chequear, montar grupillo entre las amigas para estar atentas y armarse de paciencia para acompañar. No debe ser fácil acompañarme cuando estoy así.

Mi cabeza centrifuga infinitamente las mismas ideas y estoy hecha unos zorros. No es fácil vivir una depresión y no es fácil acompañarla.

Y ahora que digo esto, recuerdo otra razón por la que no escribo sobre este tema. El mito de la escritora atormentada, el mito romántico aquel que consigue, no sé cómo, embellecer la escritura y embellecer la depresión.

La escritura es mi novia de toda la vida, mi gran amor.

Pero es una novia pesada. Maravillosa y pesada, exigente, egoísta, posesiva. Escribir no es estar siempre en estado de gracia: es estar a menudo de mal humor.

La depresión es aún menos poética, porque no hace gracia ninguna. La depresión no es romántica: es una mierda, es muy dura para quién la vive y para su entorno.

La escritura le da un halo mítico a todo y la depresión no merece en absoluto que se la mitifique. Por eso no escribo sobre ello. Pero el silencio tampoco es la solución…

¡Feliz semana, Mentes!