Queridas Mentes Insanas,

Hace unos años trabajé de camarera de pisos en un crucero de lujo. Supongo que los clientes eran lo bastante ricos para gastarse miles y miles de euros en un crucero pero no lo suficiente para tener su propia embarcación de lujo. O igual no tenían suficientes amigos para llenarla, así que optaban por el crucero.

Sea como fuese, eran lo bastante millonarios como para vivir en un universo paralelo al mío. El barco, y con él la tripulación, dábamos la vuelta al mundo persiguiendo el verano. Los clientes se renovaban cada 10 o 15 días, aunque algunos se quedaban durante meses.

En una ocasión navegábamos por el Mediterráneo, haciendo los puertos habituales: Portofino, Civitavecchia para Roma, el Pireo para Atenas, Kusadasi en Turquía, la Valletta en Malta, Montecarlo, Sharm el Sheikh… durante aquella ruta, cada mañana, una de mis pasajeras salía de su camarote con cara de haber dormido mal, el pelo revuelto, en camisón y olor a resaca dura y me llamaba a gritos: ¡Brigitte!

Yo corría a su encuentro:

- Brigitte, darling… ¿hemos llegado a Santorini?

- No, madam - contestaba yo - no hemos llegado a Santorini…

Entonces ella daba media vuelta y volvía a la penumbra de su suite, de la que solo salía por la tarde, vestida de gala con la ayuda de su propio personal que la acompañaba, para pasar otra noche de bebidas y casino. El mismo ceremonial se repitió durante los 15 días que estuvo a bordo.

Nunca supe cómo decirle que no llegaríamos a Santorini. La ruta en la que había embarcado no pasaba por allí. Hacíamos muchos otros puertos maravillosos, pero no Santorini. Y así desembarcó, posiblemente frustrada y sin haber entendido qué había fallado para no haber podido alcanzar esa Ítaca suya tan deseada.

La utopía no tiene puerto

Me he acordado de ella infinitas veces en estos años, especialmente en mis relaciones poliamorosas. Infinidad de veces me he obsesionado con un Santorini idílico, con una red afectiva donde nadie sufre, donde todo el mundo es feliz con todo el mundo, donde no existen los celos, ni el miedo, ni el abandono, real o figurado.

Infinitas veces me he castigado por no estar yo misma en Ítaca, por no saber el camino, por entrar en crisis, por sufrir, por angustiarme, por romperme. Y tal vez, simplemente, Santorini es solo una postal turística, cargada de Photoshop y de trucos imaginarios.

O tal vez no habíamos tomado la ruta que nos iba a llevar allí. Pero quizá dejamos pasar otros puertos maravillosos, probablemente olvidamos mirar el mar y disfrutar de todos sus matices, tal vez el sueño de ese Santorini imaginado hizo imposible su existencia misma.

En la pascua judía, el Pésaj, se conmemora la liberación del pueblo judío de la esclavitud en Egipto. Durante la cena se repite una frase ceremonial: “el año que viene en Jerusalén”.

Y esa imagen es la que ha mantenido generaciones de familias judías unidas ante un sueño colectivo. Esa frase, como explica el escritor Dzevad Karahasan citando a su amigo Albert Goldstein, no tiene sentido alguno dicha desde el mismo Jerusalén, porque el Jerusalén real son solo piedras, y las piedras nunca pueden sostener un sueño.

Quién sabe si asumir mi Santorini poliamoroso como un sueño que nos une en su búsqueda me permitiría llegar allí. Asumir el camino como parte del lugar para alcanzarlo. Y conseguir llegar enteras.