Para los humanos, seres eminentemente sociales, resulta fundamental, para mantener un buen equilibrio emocional, establecer relaciones saludables con las personas de su entorno. Como ya vimos en el artículo anterior, del tipo de apego que se establece entre una madre (o sus figuras de confianza) y su bebé, depende la calidad de las futuras interacciones sociales del niño, también, del futuro adolescente y adulto.

Teoría del apego: el apego ambivalente

En sus observaciones de la “Situación Extraña”, Mary Ainsworth se percató de que un pequeño porcentaje de los bebés (alrededor de un 10%) mostraba, incluso cuando su madre se encontraba en la sala, signos de angustia. Estos pequeños, aunque jugaban y exploraban el entorno, en vez de actuar con soltura (como lo hacían los bebés con apego seguro), permanecían siempre en estado de alerta vigilando constantemente a su madre.

Cuando esta abandonaba la sala, lloraban, la buscaban, y no se dejaban consolar por ningún otro adulto. La ansiedad de estas criaturas era tan elevada que resultaba imposible calmarlas durante todo el rato que su madre permanecía fuera de su vista. Cuando volvía, se sentían aliviados y acudían a su madre buscando consuelo, pero, casi automáticamente, se enfadaban con ella y la rechazaban.

Ainsworth y sus colaboradoras observaron que el tipo de madre de estos niños respondía a un patrón particular en el que el vínculo de las madres con sus bebés era tremendamente inestable. Según advirtieron, en algunas ocasiones, estas madres actuaban con sus hijos de forma cálida y cercana, pero en otras, ante las demandas de atención del bebé, se mostraban insensibles e impasibles.

Este tipo de comportamiento ambivalente generaba en los bebés, además de una gran ansiedad, un fuerte sentimiento de inseguridad. Como explicaba Bowlby, los bebés humanos, completamente indefensos y necesitados de cuidados y protección, nacen biológicamente diseñados para apegarse a sus padres.

Resulta aterrador imaginar el miedo y el sentimiento de desprotección y abandono que un bebé experimenta cuando la persona de la que depende, aquella que le tiene que cuidar y proteger, no le presta atención y no le atiende.

Para un bebé, tan frágil e inseguro, el pedir ayuda y no sentirse protegido, cuidado y amparado, equivale a hallarse en una situación de peligro mortal.

Si los bebés crecen en este entorno de ambivalencia afectiva, la inseguridad que les genera el no tener la certeza de sentirse queridos, cuidados y protegidos, les acompañará de por vida. De adultos, vivirán en un perpetuo estado de preocupación y desconfianza y sus niveles de ansiedad se mostrarán siempre elevados. Como ya les sucedía cuando eran pequeños, ante los demás, albergarán un continuo miedo al rechazo.

Si tienen pareja, trasladarán toda su ansiedad e inseguridad a la vida en común. De forma permanente, le reclamarán atención a su compañero(a) y, si no la consiguen, surgirán demoledoras dudas sobre él o ella. En casos extremos, estas personas pueden llegar a convertirse en celosos patológicos y volverse, al derivar su miedo al abandono y su frustración en agresividad, verdaderamente peligrosas para sus parejas.

El caso de Luis

El caso de Luis no llegaba a ser tan extremo, pero sí ejemplifica el efecto del apego ambivalente en la vida adulta.

Luis acudió a mi consulta consciente de que tenía un grave problema de celos. El miedo que sentía ante la idea de que su mujer le dejara, le hacía ser tan controlador que estaba poniendo en peligro su relación.

De continuo, Luis entraba en un círculo negativo en el que el miedo al abandono le generaba una enorme ansiedad que solo calmaba presionando a su mujer para asegurarse de que realmente le quería.

Sin embargo, precisamente este control patológico era el que estaba provocando el rechazo de su pareja.

Dos tipos de recuerdos

En sus sesiones de terapia, Luis mostró dos tipos de recuerdos bien diferenciados y extremos sobre sus padres.

En unos, la vida familiar era fantástica, viajaban juntos, reían, le atendían y todos los pasaban muy bien, mientras que en otros, recordaba disputas, gritos, enfados y sentirse asustado e invisible.

Durante toda la infancia de Luis, hubo varios episodios de graves discusiones, distanciamiento temporal y posterior reconciliación de sus padres que al final, terminaron separándose definitivamente.

Los adultos estaban tan absortos por propios problemas que apenas hacían caso del niño cuando reñían.

El pequeño se sentía encantado y muy atendido cuando sus padres estaban juntos, pero todos los cuidados y el cariño desaparecían en las épocas en las que estos discutían.

Tal y como hemos visto que sucede con los bebés de apego inseguro, Luis fue creciendo con baja autoestima, un fuerte sentimiento de inseguridad y con el miedo constante de que sus padres dejaran de quererle y cuidarle.

A lo largo de su terapia, Luis pudo comprender el paralelismo entre presente y pasado: cuando el adulto hablaba sobre sus miedos y su relación de pareja, realmente, era Luis, el niño, el que estaba hablando sobre cómo vivía la relación con sus padres y sobre su miedo al abandono.