Cuentos para pensar es un podcast de relatos cortos para el crecimiento personal. Escúchalo y compártelo.

Andrea había citado a Clara, amiga y compañera de piso, en un bar del campus universitario para hablar. Estaba harta de su desorden, de su falta de implicación en las tareas domésticas, y tenía la sensación de que había estado callando demasiado tiempo.

Le había parecido buena idea quedar en la universidad, puesto que en “terreno neutral” se sentía más cómoda para decirle lo que le tenía que decir.

Finalmente, Clara apareció y Andrea le sugirió ir a dar una vuelta por el campus. Pidieron sendos cafés con leche para llevar, y vaso en mano salieron al exterior. Andrea, haciendo acopio de valor, tomó la palabra:

—Clara, quiero hablar contigo porque no te ocupas nada de la casa. Es un desastre. Siempre lo dejas todo tirado.

—Bueno, no exageres, por un día que te encontraste la cocina desordenada...

Andrea lo estaba pasando fatal, y encima se topaba con la incomprensión de Clara.

—Una vez... ¡si es cada día!

Andrea no se había dado cuenta, pero estas últimas palabras las había dicho en un tono subido. Clara reaccionó.

—¡Vamos, Andrea! ¿Qué te pasa? No creo que me tengas que hablar así...

Andrea simplemente explotó. Sin contemplaciones, y en un tono claramente agresivo, le soltó:

—Mira, Clara... ¡Tienes un morro que te lo pisas! Eres una desordenada y una irresponsable. ¡Y estoy harta de hacerte de fregona!

Clara dejó su café con leche en un banco y se fue sin dirigirle la palabra. Andrea, abatida y frustrada, se sentó en ese mismo banco con la mirada perdida. De repente vio a su lado a un hombre mayor que permanecía en completo silencio. No sabía cómo había aparecido allí ni qué habría oído de su discusión.

El hombre se quedó discretamente sentado mientras las primeras lágrimas resbalaban por las mejillas de Andrea. En un momento determinado, sus miradas se cruzaron y él le dijo:

—Las cosas no han salido como esperabas...

Andrea necesitó unos instantes para decidir si quería hablar del tema con aquel desconocido, pero finalmente decidió hacerlo. Algo en su expresión le inspiraba confianza.

—Ha sido un desastre, no se qué ha ocurrido.

—Creo que has sido víctima del péndulo asertivo.

—¿El péndulo asertivo? Creo que tendrá que explicármelo...

—Lo haré con mucho gusto. Me llamo Max y hace ya unos cuantos años yo también circulaba por este campus dando clases. Algún alumno todavía debe de recordarme.

—Yo soy Andrea y este es mi primer año.

—Verás, Andrea. Empecemos por el principio. ¿Qué te dice la palabra asertividad?

—Bueno, algo así como tener el valor de decir las cosas, y saberlas decir bien, imagino.

—En efecto, y más específicamente saber decirlas en el momento oportuno, en el tono adecuado y al ritmo oportuno.

—Yo lo he intentado. De hecho, me lo había preparado perfectamente, pero no ha funcionado. Y no sé exactamente qué es lo que ha pasado ni por qué Clara ha reaccionado de esta forma.

Max escuchaba con atención y Andrea, tras una breve reflexión, se atrevió a preguntarle:

—Max, ¿ha oído todo nuestro diálogo?

—Creo que sí.

—Pues necesito hacerle esta pregunta: ¿he sido agresiva con Clara?

—Sí, lo has sido.

—Pues no me he dado cuenta…

—No lo dudo.

Andrea se quedó pensativa. Lo cierto es que no era consciente de haber estado especialmente agresiva. Max se apresuró a continuar:

—Andrea, llevabas días queriendo tener esta conversación con tu compañera, ¿no?

—Sí, claro, llevo aguantando su desorden un montón de tiempo.

—Y ahí es donde entra el péndulo: cuando nos callamos demasiado las cosas, cuando no las decimos, en el momento en que lo hacemos podemos pasarnos de rosca.

Andrea miraba a Max con cierto desconcierto. No acababa de conectar con su razonamiento.

—Necesitaré que me lo aclare...

La asertividad se encuentra entre dos extremos: la pasividad, que es cuando no nos atrevemos a decir las cosas, y la agresividad, que es cuando las decimos con demasiado ímpetu. Y este sistema funciona como un péndulo: si me voy al extremo de la pasividad, callándomelo todo, me voy cargando emocionalmente de manera que cuando ya no puedo más y finalmente lo digo, sin darme cuenta y por efecto del péndulo, me voy al otro extremo y caigo en la agresividad. Ese es el péndulo asertivo... y lo que probablemente te ha ocurrido hoy.

Aquella explicación tenía todo el sentido del mundo. Andrea se estaba dando cuenta de que eso le pasaba a menudo. Necesitaba resolverlo.

—¿Y qué puedo hacer?

—Es muy sencillo: no cargar el péndulo, es decir, no caer en la pasividad. Decir las cosas en cuanto ocurran, sin esperar a que sea ya un problema flagrante, algo que te pesa emocionalmente.

—Pero siempre pienso que no tiene por qué volver a suceder y que quizá no vale la pena decirlo.

—Si lo dices bien, no habrá ningún problema. Y, además, el péndulo no se cargará.

—Es algo que me cuesta...

—No lo dudo, pero ahí están las consecuencias. No te gusta ser agresiva, y lo acabas siendo por haber sido demasiado pasiva...

Andrea se quedó con la idea. Sin duda, le resolvía muchos problemas. Estuvo unos instantes con la mirada en el suelo, intentando absorber aquel valioso aprendizaje. Cuando por fin la levantó con la intención de agradecer a Max sus explicaciones, se encontró el banco vacío, con el café con leche de Clara, ya frío, como único testigo.