Más allá de algunas diferencias mínimas y poco observables, en la altura, el peso, el tono de piel o el color de los ojos, todos nacemos idénticos a los demás bebés que han nacido ese día. Pero a medida que pasa el tiempo, interna y externamente nos vamos distinguiendo progresivamente de esos otros niños, compañeros de futuros cumpleaños.

Con los años nos volvemos cada vez más únicos, en la medida que empezamos a definirnos como individuos. Este tránsito no solo nunca es del todo sencillo, sino que, además, se complica a cada momento.

¿Cómo ser uno mismo?

En los primeros meses, bastaba con nuestros instintos para saber cómo actuar, en quién confiar o dónde buscar, pero antes del año ya nos vimos obligados a entremezclarlos con algunos apetitos, la memoria de nuestro cuerpo y no pocas “necesidades” creadas por nuestro entorno.

Intentando compatibilizar toda esta información, en nuestra primera infancia aprendemos cómo ser y qué hacer, basándonos, sobre todo, en la experiencia, un recurso que nos hace saber qué es bueno y qué no, para conseguir lo que necesitamos: comida, cuidado, atención, afecto, caricias...

La experiencia es útil para encaminarnos en lo que hacemos, aunque para bien y para mal, no consigue determinar todo lo que en realidad somos.

Se podría decir que existen, por lo menos, dos tipos de identidad, a veces coexistiendo y otras peleando dentro de nosotros:

  • La identidad propia, natural, elástica, cambiante y permanentemente en proceso;
  • La identidad que, por mandato, nos han inculcado otros, rígida y previsible, desarrollada mucho por la educación y muy poco por la propia evolución.

Cuando, de forma malintencionada o no, se confunde “identidad” con “identificación”, la manera de ser se diseña sobre la idea de un “deber ser”, siguiendo un determinado modelo externo.

Una identidad prestada

Cada día vemos a nuestro alrededor cómo cientos de miles de niños y jóvenes –que, paradójicamente aparecen defendiendo a ultranza el derecho y la necesidad de tener su propia identidad– deciden seguir el modelo de la mayoría, manipulada, gran parte de las veces, por la publicidad de aquellos que quieren venderles sus productos de moda.

Desde fuera, es sencillo darse cuenta del peligro de que un determinado modelo, manipulado socialmente, termine insertado como un mandato “globalizado” y uniforme en toda una generación.

Una identidad falsa es el motivo de la falta de dinamismo de algunas personas, ya que no es la consecuencia de un crecimiento interno, sino el resultado final de un cóctel de introyecciones y condicionamientos que otros han configurado para ellos.

Si tuviera que ponerte un ejemplo más cercano, te diría que la falsa identidad es como un niño demasiado adaptado, preso de la influencia y la manipulación, víctima de la opresión del sistema que lo condiciona. Un ente estable y previsible, tan manejable como un animal amaestrado para un circo, y que aunque lo haga “todo bien” no puede llegar al mejor de sus puertos: el de ser el mejor ser humano que puede ser.

Es evidente que mi “yo” amaestrado representa una especie de cárcel elegida por defecto o adquirida sin elección. Pero sin esos mandatos, ¿quién soy?

El domador se siente con el derecho, cuando no con la obligación, de forzar a sus animales a aprender qué es lo que deben hacer. Pero que a nadie se le escape –tanto en el caso del domador como en los demás casos de dominio– que “hacer algo correctamente” es equivalente a “hacerlo como al domador se le ocurra que está bien hacerlo”.

¿Y tú quién eres?

Si pretendes la admiración y los halagos de la sociedad a la que perteneces, tendrás que vivir de acuerdo con los valores –reales o falsos– de esa mayoría de la que esperas el aplauso, ya que para la mayoría de las personas, según aseguraba el escritor norteamericano Ambrose Bierce, la admiración es tan solo la expresión que confirma que el otro piensa como uno.

  • La verdadera identidad solo se puede hallar recorriendo el camino que va justamente en la dirección opuesta a la de la búsqueda del aplauso.
  • Planteado como pregunta existencial: en la cima de una montaña desierta, en medio de un bosque, como único habitante de un planeta o solo en una isla desierta... ¿quién eres tú?
  • Sin nadie que mire, juzgue u opine... ¿quién eres?
  • Si no hay nadie cerca a quien obedecer, nadie para apreciarte o condenarte, si no hay nadie para aplaudirte ni abuchearte... ¿quién eres?

Por supuesto, para descubrir la propia identidad, no es necesario huir, dejar tu casa, tu familia y tu ciudad. Esto es solo metafórico, lo único imprescindible es darte cuenta de la persona que tú eres, sin lo que ven o quisieran ver en ti los demás, sin comparaciones ni condicionamientos, única, diferente y trascendente.

Libre de toda dependencia y podrás asumir la responsabilidad necesaria para habitar por completo el verdadero tú