Levantas la vista y miras al cielo. El azul que ves, ¿dónde está? Sabes que en realidad ese azul no está en la inmensa bóveda celeste (si crees que está ahí, búscalo la próxima vez que viajes en avión). Pero entonces, ¿dónde se encuentra? ¿Está en el cerebro?

Eso dirían muchos científicos convencionales. Busquémoslo. La luz que beben nuestros ojos llega a la retina, de allí pasa al nervio óptico y finalmente a la corteza visual, en la parte posterior del cerebro. Sin embargo, lo que ahí llega no son imágenes, sino simples impulsos eléctricos. Podemos medir muchos procesos que ocurren en el cerebro, pero lo que medimos es actividad química o eléctrica, no las cualidades de nuestra experiencia inmediata: atención e intención, colores y olores, sensaciones y emociones.

En la actividad cerebral que observamos directamente no hay angustia ni entusiasmo, no hay dolor, ni placer, ni serenidad. Ni rojo ni azul. En Y el cerebro creó al hombre (Destino), el neurocientífico Antonio Damasio argumenta que la mente emerge de la actividad no solo del cerebro, sino del conjunto del cuerpo. El azul del cielo, sin embargo, tampoco lo encontraremos en el cuerpo.

¿Dónde se encuentra la mente?

La mente no se deja identificar como hacemos con los objetos que habitualmente nos rodean. Es real, pero elusiva. La mente no está en un lugar físico y concreto, sino distribuida en una amplia red de relaciones que incluyen el cerebro, el conjunto del cuerpo y el mundo de nuestra experiencia. En todo caso, el azul del cielo surge del encuentro entre la luz atmosférica y tu mirada.

A través de la neurociencia cada vez sabemos más sobre la química de los procesos cerebrales y su correlación con determinados estados mentales. Es evidente que el cerebro condiciona nuestra experiencia mental.

Sin embargo, pese a los esfuerzos de muchos investigadores, sigue sin haber manera de probar que la mente se reduzca al cerebro. Hay un abismo entre las descripciones de los procesos cerebrales, por muy sofisticadas que sean, y lo que directamente sentimos y experimentamos, como ya explicó el premio Nobel de Física Erwin Schrödinger en su clásica obra Mente y materia.

Tras más de un siglo de estudios neurofisiológicos, desde el método científico no tenemos forma de detectar la conciencia, es decir, la experiencia mental tal como la experimentamos desde dentro, tu experiencia de ser quien eres y de sentir todo lo que te rodea. Sin embargo, tu vivencia consciente, como la de estar ahora mismo leyendo estas líneas, es incuestionable.

El cerebro es la estructura biológica más compleja que conocemos, un mar de tejidos acuosos que contienen unos cien mil millones de células nerviosas o neuronas, formando una intrincada selva en la que cada neurona está conectada, de media, con otras siete mil neuronas, en una asombrosa red de conexiones que se renuevan sin cesar.

La plasticidad del cerebro

En 1998 se descubrió que el cerebro adulto produce continuamente nuevas neuronas: posee una enorme plasticidad, una capacidad inmensa para transformarse en función de lo que hacemos, pensamos y sentimos. Ya el premio Nobel aragonés Santiago Ramón y Cajal decía que toda persona, si se lo propone, puede esculpir su propio cerebro.

“Se hace camino al andar”, escribía Machado. En cierto modo, el andar de nuestra mente labra las sendas por las que transcurre nuestro cerebro.

Hoy sabemos, por ejemplo, que los músicos profesionales que han tocado durante decenas de miles de horas tienen muy desarrollada el área del cerebro relacionada con el movimiento de los dedos. y que los taxistas de Londres con muchos años de experiencia tienen especialmente desarrollada un área del cerebro (hipocampo posterior) relacionada con la memoria de complejos mapas espaciales en tres dimensiones. Hay también casos bien documentados de lesiones cerebrales que se han regenerado con el paso de los años. De hecho, el cerebro se transforma y se renueva siguiendo los senderos que abre la mente.

Las limitaciones de la ciencia para aproximarse a la mente

Tenemos en la actualidad tecnologías fascinantes para la exploración del cerebro, como la generación de imágenes por resonancia magnética funcional (FMRI, por sus siglas en inglés), la tomografía por emisión de positrones (PET) y la tomografía computerizada por emisión de un solo fotón (SPECT). Pero las imágenes que nos aportan son poco precisas si las comparamos con la complejidad de lo que intentan representar.

Además, cada cerebro es único y responde de un modo distinto en función, por ejemplo, de si la persona es diestra o zurda, mujer u hombre, joven o mayor. y un mismo cerebro responde a las mismas pruebas de modo distinto según cómo se sienta la persona en aquel momento. Estas tecnologías suelen ofrecernos un promedio de los datos de diferentes personas, lo cual es útil, pero limitado.

Por otra parte, ni siquiera miden directamente la actividad cerebral, sino que la infieren a partir de otras magnitudes (ondas electromagnéticas). Y por si fuera poco, una mayor actividad cerebral no significa necesariamente un mejor rendimiento: para realizar una misma tarea intelectual, las personas que son más expertas en ella, o que tienen un coeficiente intelectual mayor, muestran menos, no más actividad cerebral (del mismo modo, la frecuencia cardiaca es menor en los deportistas de élite que en las personas de vida sedentaria). De tal manera que las imágenes que generan estas tecnologías no son nítidas fotografías, sino esbozos basados en numerosas conjeturas.

La investigación del cerebro ha avanzado enormemente en los últimos años. Pero hay preguntas clave para las que la ciencia no tiene respuesta.

Desde 2009 se desarrolla en Estados Unidos un extraordinario intento de cartografiar las conexiones del cerebro humano, el Human Connectome Project (Proyecto Conectoma Humano), que cuenta con la colaboración de más de media docena de universidades. Las imágenes del cerebro que genera este proyecto son espectaculares. Nos ayudarán, por ejemplo, a entender qué ocurre en él cuando se producen determinadas lesiones. Pero aun así, aunque el mayor superordenador pudiera analizar exhaustivamente todas las conexiones entre todos los procesos cerebrales, no tendría manera de deducir que están correlacionados con la experiencia consciente.

Por más que estudiemos los materiales de los que está hecho el cerebro, nada hay en esas complejas moléculas que tenga la capacidad de crear pensamientos y experiencias conscientes. Conocemos docenas de sustancias que actúan sobre ciertos estados mentales (excitantes, relajantes, somníferos), pero nada sabemos de cómo la mera química podría originar la experiencia consciente.

El paradigma científico convencional, que solo toma como real lo que se puede medir y considera tabú el estudio de la conciencia, revela aquí sus limitaciones. Intentar entender la conciencia exclusivamente a través de mecanismos cerebrales, sin tener en cuenta nuestra experiencia consciente, es como pretender nadar sin entrar en el agua.

La relación cerebro-mente

La relación que hay entre el cerebro y la mente puede, hasta cierto punto, compararse con la que hay entre un piano y una pieza musical. El piano es necesario para que suene la música, pero la música no se encuentra dentro del piano. El deterioro de las teclas y cuerdas del piano afectará o incluso impedirá la interpretación musical. Del mismo modo, las lesiones cerebrales afectan a la mente, pero ello no significa que la mente esté en el cerebro.

La mente depende del cerebro, pero no está dentro de él, tal como la música no está dentro del piano. Buscar la esencia de las emociones, sensaciones y pensamientos en las moléculas del cerebro es, en cierto modo, como buscar la esencia de un nocturno de Chopin analizando el marfil y las cuerdas del piano en el que se ha interpretado.

La conciencia es como el observador que mira a través del telescopio de la ciencia para ver cosas como el cerebro y su intrincada complejidad. Todo lo que sabemos del cerebro lo sabemos a través de la conciencia. Pero el telescopio (el método científico) no permite contemplar al observador (la conciencia).

Hay otras tradiciones de exploración de la conciencia a través de técnicas que permiten desarrollar la atención y enfocarla interiormente. En este campo destaca la psicología budista, que recoge una experiencia de más de dos mil años de estudios y prácticas meditativas. Según ella, la actividad mental no emerge del cerebro sino del llamado sustrato de la conciencia (alayavijñana), al que accedemos cada noche durante la fase de sueño profundo.

Nuestra comprensión del cerebro ha avanzado enormemente. Esta última palabra lo resume todo: enorme-mente. La mente es enorme, y no se deja confinar a los límites del cerebro. Para la ciencia, la experiencia consciente sigue siendo un misterio. Y a la vez es, para ti, lo más próximo, lo más íntimo y lo más inmediato.

Nuestra mente de algún modo está siempre presente en lo que percibe. En los sonidos que oyes, en las formas y los colores que ves. El ojo no se ve a sí mismo hasta que encuentra un espejo; la meditación es uno de los espejos que permiten que la mente se contemple a sí misma. Hasta cierto punto, porque la mente no se deja reducir a objeto, y es tan inasible como el azul del cielo.

Observar el interior

Muchas técnicas de meditación nos ayudan a observar con atención la mente y sus contenidos. Prueba a seguir estos pasos:

  • En una postura cómoda, relajada y atenta, haz tres respiraciones profundas y deja que la respiración continúe con su ritmo natural.
  • Con los ojos semicerrados, presta atención primero a las sensaciones que llegan a través del cuerpo o de los sentidos sin distraerte y sin intentar controlarlas.
  • Luego centra directamente tu atención en la experiencia mental. Observa con calma las imágenes, los deseos, las emociones o los pensamientos que surgen sin dejarte llevar por ellos ni controlarlos. Sencillamente, observa el gran espacio de la mente.
  • Con el cuerpo y la mente relajados, con la respiración fluyendo de modo natural y sin esfuerzo, contempla atentamente el espacio de la mente y todo lo que emerge en él sin identificarte con sus contenidos, sin intentar potenciarlos ni silenciarlos. Sé testigo de cómo se manifiestan sin intentar cambiarlos.
  • Si te distraes, vuelve a centrarte en la respiración, relájate y observa las imágenes, sentimientos e ideas que emergen.