El tiempo que vivimos, el que sentimos, nada tiene que ver con la mecánica uniforme de un reloj; son más bien momentos dotados de intensidad y movimiento. En esos momentos de especial intensidad, un par de palabras de más o de menos pueden significar un cambio radical, tal vez una ruptura o un nuevo comienzo.

Apreciar el instante puede permitirnos, como en los conocidos versos de William Blake, tener el infinito en la palma de la mano y ver un mundo en un grano de arena.

La conciencia del valor de un instante puede hacer que nuestra experiencia sea más abierta, más auténtica, más viva.

Cuando conocemos a una nueva persona, los primeros instantes resultan clave. Todo está abierto. Ese momento es como un barro casi líquido que puede tomar mil formas y que luego quedará cocido y templado en el taller de la memoria. Hay relaciones duraderas que se inician con un “amor a primera vista”.

Solemos recordar muy bien la primera mirada que compartimos con una persona que luego resulta especial en nuestra vida. La primera mirada, o las primeras palabras, o la primera sonrisa. Esa impresión que dura un instante deja a veces su impronta para siempre. Pero la posibilidad de cambiar sigue viva en cada momento, sobre todo si las circunstancias nos acompañan.

La distinta calidad del tiempo

Los antiguos griegos distinguían el tiempo que transcurre de modo uniforme, chronos (de donde deriva “cronómetro”), del tiempo cualitativo, kairós, el momento que tiene una especial trascendencia, ese instante privilegiado en el que súbitamente se abren nuevos horizontes y posibilidades. Platón y otros autores también hablan del “buen momento”, eukairía.

La vida que vivimos realmente no está hecha de instantes cronométricos, sino de momentos cualitativos, de momentos kairós. Esos momentos marcan el curso de las conversaciones y de los días, y resultan esenciales en mucho de lo que atrae nuestra atención: el momento clave que capta el fotógrafo, la jugada decisiva que inclina el resultado de un encuentro deportivo, el instante que cambia el rumbo de una novela o de una película. O de una vida.

Un momento no es un instante insignificante, sino algo de la mayor importancia.

Todo momento incluye la posibilidad de cambio. Etimológicamente, momento implica movimiento (ambos vienen del latín movimentum): de hecho, cada momento es un impulso, el inicio de un movimiento. La lengua inglesa todavía usa la palabra moment en el sentido tanto de “momento” como de “importante” (of great moment significa “de gran importancia”, y algo que es momentous es transcendental, decisivo).

Momento a veces se refiere a un periodo largo de tiempo, tal vez de meses (decimos “en aquel momento de su vida…”), pero en general es lo mismo que un instante. Instante remite a la idea de estar dentro (in-stare) del presente.

Al principio de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, encontramos un ejemplo ya clásico del momento clave: al comer una magdalena junto a una taza de té, el narrador se ve transportado a una sensación semejante que había tenido en su lejana niñez, y ello pone en marcha siete volúmenes de recuerdos y memorias.

La importancia de un momento

Apreciar el instante es esencial en todo arte. También en el arte de las relaciones. La conciencia del valor cualitativo de cada instante puede ayudarnos a fluir con el presente, distinguiendo los momentos de pausa y de continuidad de aquellos instantes clave en que todo puede cambiar. Y ello puede hacer que nuestra experiencia sea más abierta, más auténtica y más viva.

La arquitectura interna del momento presente fue explorada a fondo por el psicólogo norteamericano Daniel Stern en The Present Moment in Psychotherapy and Everyday Life (“El momento presente en la psicoterapia y en la vida cotidiana”, no traducido). Cuando escuchamos una pieza musical, nuestra experiencia no es de notas aisladas que se van sucediendo de modo uniforme, sino de frases musicales que se suceden en periodos de cierta duración, entre dos y ocho segundos.

Como explica Stern, la experiencia presente de nuestra vida y de nuestras relaciones se da también en momentos que tienen una duración, generalmente de entre tres y cinco segundos. Muchos de tales momentos sirven para mantener el ritmo y el rumbo. Pero hay veces en que uno o varios de ellos nos hacen dar un salto o tomar otro camino.

Nuestra experiencia del momento presente no es como una línea continua, sino como un archipiélago de islas de experiencia que emergen una y otra vez, cada una con su relieve y con sus características.

Algunas experiencias del momento presente pueden durar más de diez segundos, o solo uno (las que se dan en menos de un segundo, como el instante de reconocer un rostro familiar, son en buena medida inconscientes).

La contemplación de una puesta de sol puede fascinarnos durante varios minutos, pero cada pocos segundos está variando el foco de nuestra atención. Lo mismo ocurre cuando nos miramos a los ojos. A veces, cuando lo hacemos de verdad, el instante dura una eternidad.

Lo que dura un momento

  • Los primeros instantes de una relación resultan clave. Todo está abierto. Pero la posibilidad de cambiar sigue viva en cada momento, sobre todo si sabemos apreciar el instante en su movimiento, en las infinitas posibilidades que nos ofrece.
  • Nuestra experiencia viva del presente no es una sucesión de porciones infinitesimales de tiempo, sino una sucesión de momentos que tienen una duración.
  • En un diálogo, la mayoría de nuestras experiencias del momento presente duran alrededor de entre dos y cinco segundos, el tiempo en el que decimos o escuchamos una frase con sentido. Es también, aproximadamente, el tiempo que dura una respiración completa y en el que se despliegan las “secuencias” del lenguaje corporal: gestos, miradas, pequeños cambios en la postura.
  • Cuando dos personas mantienen una conversación fluida, con cierto grado de intimidad, sus respiraciones, así como sus gestos y posturas, tienden a armonizarse.