Cada mañana, cruzamos el umbral que nos conduce a la vida cotidiana. Volvemos desde el mundo mágico y a menudo incomprensible de los sueños al no menos mágico (y a menudo más incomprensible aún) mundo de la realidad tangible.

Casi cualquiera de nosotros reconocería, sin dudarlo, lo sorprendente que es esa experiencia pensada de esa forma y, sin embargo, la mayoría de nosotros casi nunca tomamos conciencia de ese viaje de vuelta.

Despertar cada día

Esta vivencia es tan importante que casi cada escuela de pensamiento, y cada uno de los hombres y mujeres cuyas palabras han trascendido a su tiempo, ha construido y legado para todos un concepto más amplio y metaforizado de la palabra despertar, un significado no tan relacionado con el paso del sueño a la vigilia sino emparentado con la idea de la iluminación.

Uno de los más polémicos maestros espirituales, Gurdjieff, enseñaba que el hombre, mecanizado por la rutina de la lucha diaria por su subsistencia, sobrevivía como un sonámbulo y que, tarde o temprano, debería enfrentarse a su despertar.

Giorgios Giorgiades, nombre con el que fue bautizado Gurdjieff, nació a finales del siglo XIX y peregrinó durante toda su vida por India, China, Japón y Oriente Próximo. Su vida, bastante extraordinaria, parece un catálogo de experiencias y hazañas que ilustran y justifican su audaz y provocativo pensamiento, para algunos genial, para otros delirante.

En el final de su agitada existencia, radicado en Francia, donde murió (incidentalmente, un día antes de mi nacimiento), dejaría por escrito algunas de sus ideas más movilizadoras.

La más impactante para mí, sostenía que para vivir verdaderamente era necesario despertar, pero también aclaraba que no se puede despertar sin animarse a transitar algunas muertes y otros tantos renaceres.

Estos pequeños “despertares” forman parte de la vida de todos. Algunos son impactantes y subjetivamente transformadores, otros aparentan, por lo menos, ser poco importantes, pero todos –o mejor dicho, la suma de todos– contribuyen a nuestro camino de crecimiento y son el fundamento de nuestro desarrollo como personas.

La iluminación de Buda

Cuenta la leyenda que Sidhartha Gautama se iluminó una madrugada, después de meditar bajo una higuera durante una noche, en mayo del año 542 antes de nuestra era.

Se dice que ese día, después de haber renunciado al confort y poder que le significaba haber nacido príncipe, después de buscar como mendigo la respuesta a su búsqueda de remedio para el sufrimiento, después de haber martirizado su cuerpo de mil modos y de ayunar durante 49 días, vio un hermoso árbol rodeado de tranquilidad.

Sintió que ESE era el lugar y, fiel a su intuición, se sentó debajo y se preparó para meditar a la luz de la luna llena. A la mañana siguiente, amaneció Buda. Según la tradición, al iluminarse, Sidhartha había transcendido las limitaciones humanas, había traspasado las dualidades: la vida y la muerte, el tiempo y el espacio, el yo y el tú.

El árbol de la iluminación, Maha Bodhi –o quizás un “hijo” del original–, existe aún; es el más viejo del que se tenga registro, dado que desde siempre ha sido vigilado y cuidado. Se trata de una higuera gigantesca (Ficus indi) que forma parte del complejo budista de la ciudad de Annuradhapura, en Sri Lanka.

En la actualidad, el árbol está cercado por una valla y rodeado de templos donde acuden los peregrinos a orar y meditar. Adornado con guirnaldas, Bodhi parece ser un monumento vivo a la capacidad de despertar de los seres humanos.

Cómo llegó "mi despertar"

Claro que, como dije, no todos los despertares son tan trascendentes, pero cada uno de nosotros ha vivido los suyos y seguirá viviéndolos. Lo sabremos si estamos suficientemente alertas como para registrarlos o si tenemos la fortuna de que el estímulo que nos llega nos sacuda con intensidad, aunque nos encuentre desprevenidos.

Muy lejos de los grandes maestros, permíteme compartir contigo uno de mis más entrañables y significativos recuerdos.

Mi primer encuentro con un sabio

Tendría yo 10 años, quizás 11, y por aquel entonces no había un programa más atractivo que ir a pasear con mi tía July, mi tía más querida a pesar de que no era realmente de la familia.

July y mi madre habían sido íntimas amigas desde que se conocieron en la escuela primaria y, como comprendí mucho después, mi hermano y yo ocupábamos en su corazón el lugar de los hijos que nunca tuvo.

Compartía con cada uno de nosotros aquellas cosas que a ella le parecían más apropiadas. Con razón o sin ella, iba con Félix al fútbol, al cine y a remontar cometas; y conmigo al teatro, a escuchar música y a tomar el té en la Ritchmond, una confitería de lo más elegante y británica, en pleno centro de la ciudad.

–¿Dejarás que Jorge me acompañe a una conferencia el viernes? –había preguntado July mientras almorzábamos juntos.

–¿Una conferencia? –había preguntado mi mamá– ¿De quién?

Krishnamurti viene a Buenos Aires –dijo mi tía con emoción.

–¿Y ese quién es? –pregunté yo.

–Es un maestro del alma –dijo July–, un sabio que nació en la India y que viaja por el mundo enseñando cosas maravillosas.

–¿Pero no te parece que tal vez Jorge es un poco pequeño para ir a esa conferencia? –acotó mi madre.

–Puede ser, pero no creo que Krishnamurti vuelva a Buenos Aires –contestó la tía proféticamente–. Quizá sea la única oportunidad de su vida para verlo.

–Bueno –dijo mamá–, si él quiere, que vaya.

Muy lejos estaba yo de rechazar una salida con July, así que el viernes fuimos al salón de una compañía de seguros, frente a la Plaza de Mayo, a escuchar al visitante.

La situación era muy impactante para cualquiera, y más para mí. Ese pequeño hombrecito de voz dulce, aspecto vulnerable y cara de ángel, había reunido a más de 300 personas para escucharlo hablar de la India, del mundo occidental y de la espiritualidad.

Esa era su tercera y última conferencia. Si bien se me escapaban muchas cosas, me tranquilizaba saber que mi tía aclararía todas mis dudas.

Descubrir el secreto de la vida

Después de hablar casi una hora, Krishnamurti dio paso a las preguntas.

–Ayer –se apresuró a decir–, alguien me preguntó después de la charla cómo definiría yo la vida. ¿Está aquí esa persona?

–Sí, maestro –dijo alguien desde el fondo.

–Yo no soy tu maestro –contestó Krishnamurti–. Tu maestro está en tu interior... Ayer te pedí que me trajeras dos garbanzos, dos lentejas o dos alubias, para poder contestar hoy a tu pregunta. ¿Las trajiste?

El hombre asintió y se adelantó para entregarle dos alubias blancas. Krishnamurti tomó una en cada mano y las cerró.

–Dejaré la respuesta para el final –añadió.

Durante la siguiente media hora, Juddi Krishnamurti contestó todo tipo de preguntas. Recuerdo que su jugada, si lo era, respecto de la pregunta postergada había conseguido tenerme expectante.

Llegó el momento de despedirse y Krishnamurti habló:

–Me preguntan qué es la vida para mí... Creo que no puedo explicarlo solo con palabras, la vida se siente, se ve, se vive... Quizás pueda dar un ejemplo –prosiguió–. La vida es la diferencia que hay entre esto –dijo mientras mostraba la alubia abriendo el puño izquierdo– y esto otro –dijo enseñando la otra alubia en su mano derecha abierta.

Una exclamación de asombro llenó la sala. Un pequeño gajo verde asomaba de la alubia de la mano derecha.

En pocos minutos, con la humedad y el calor de la mano de Krishnamurti, la alubia había germinado.

Después, mucho después, vendrían las preguntas. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo lo hizo? Más tarde aún los intentos de explicar, que abrirían más preguntas: ¿Cómo puede un hombre manejar la humedad, el calor y la energía de su puño cerrado para conseguir la germinación de una alubia en tan poco tiempo? Todo eso sería después.

En ese momento, solo quedaba, para el niño que fui, la sorpresa y el descubrimiento de un mensaje imposible de olvidar:

La vida es expansión, es crecimiento, es apertura. La vida es alegría y también, por qué no, algo de misterio.