Un viejo y sabio maestro de la Facultad de Medicina de Buenos Aires parafraseaba aquella magistral sentencia atribuida a Albert Einstein cuando nos decía:

“No existe actitud más emblemática de la neurosis que hacer lo mismo de siempre y esperar un resultado diferente”.

Mi abuelo, quizá menos sabio e ilustrado, nos enseñaba lo mismo cuando nos contaba a mi hermano y a mí la historia de su estúpido vecino, que solía quejársele, en su Siria natal, preguntándole: “¿Cuántas veces voy a tener que pegarle a este gato para que se vuelva perro?”.

Porqué nos construimos nuestras propias trampas

Como la mayoría de mis pacientes, yo también me encontré en algunos momentos de mi vida preguntándome: “¿Por qué me sucede siempre lo mismo?”. Una pregunta absolutamente retórica y algo insensata, ya que casi siempre sabemos que tiene una respuesta obvia: “¡Porque hago siempre lo mismo!”.

A medida que crecemos o maduramos, nos volvemos más conscientes de la responsabilidad que tenemos en la repetición de ciertas situaciones frustrantes, desagradables, peligrosas o por lo menos poco satisfactorias.

Nos damos cuenta de que no se trata de ningún karma, de ningún acto de brujería, de ninguna “mala vibración”, sino simplemente del resultado de nuestra conducta, que persevera en acciones que conspiran contra los buenos resultados en lugar de empujar la realidad hacia ellos.

Supongo que podríamos hacer una extensa lista que nos permita encontrar una explicación a esta absurda actitud de montar nosotros mismos la trampa en la que más nos duele caer.

  1. Repetimos un hábito tóxico.
  2. Obedecemos un mandato recibido en la infancia.
  3. Respondemos condicionados por una pauta cultural o educativa.
  4. Suponemos que “la próxima vez” conseguiremos manejar mejor los hechos para conseguir un resultado más exitoso.
  5. Hemos estructurado una conducta autodestructiva para conseguir algún beneficio secundario de la situación que se repite y de su penosa consecuencia.
  6. No queremos pagar el precio que significa actuar de una manera diferente.

Y podríamos seguir hasta concluir en el último ítem con alguna morbosa combinación de todas estas razones que no sabemos cómo superar.

No es autoboicot

No me gustan las respuestas de la postura martirológica de la autocompasión: “Es que... yo no me permito que me vaya bien”. No es que no crea posible que esa conclusión pueda ser ocasionalmente genuina, pero la mayoría de las veces es la versión de algo leído o de algo expresado por un terapeuta en una sesión ajena:

Sinceramente, casi nadie quiere conscientemente arruinarse la vida... Esta no es casi nunca la verdadera explicación.

¿Y entonces? Si las personas no elegimos de forma deliberada cosas que nos dañan, ¿cuál es la explicación de que elijamos una y otra vez estas conductas destructivas?

Dicho esto, no podemos más que darnos cuenta de que no se trata de contestar a la pregunta de “por qué me pasan estas cosas”.

La pregunta inteligente y útil es “para qué me estoy ocupando de que esto me pase una y otra vez”.

Para ello, volvamos a la lista de los seis motivos enunciados a modo de ejemplo más arriba. Reformulemos las respuestas para contestar a la nueva pregunta: ¿Para qué dejo o hago que esto me pase?

  1. Para no tomarme el trabajo de luchar contra mis hábitos.
  2. Para seguir obedeciendo a mis padres para que me quieran.
  3. Para no cuestionar lo de afuera.
  4. Para intentar vencer esa dificultad.
  5. Para dar lástima (¡la compasión se parece tanto al amor!).
  6. Para no arriesgar lo que tengo por un cambio de actitud.

Salir de la zona de confort

Quedarnos en el camino por el que venimos, haciendo lo que siempre hicimos y respondiendo de la manera habitual, es permanecer en nuestra “zona de confort”, como se la llama actualmente.

El riesgo de hacer algo nuevo aunque ofrezca claramente una mejor oportunidad aparece ante nosotros como el peligro de pasar por algo peor, como por ejemplo el peligro de contradecir la idea que tenemos de nosotros mismos o de frustrar a nuestro ego, que siempre se regocija cuando la realidad le hace saber que todo salió como él predijo (es decir ¡MAL!), haciéndole saber que no es infalible, ni siquiera para predecir calamidades.

Salir del círculo vicioso es transitar un camino muy relacionado con el concepto de desapego del que tanto hemos hablado. Dicho de otra manera.

  • No quedarnos prisioneros de nuestra idea de cómo somos (“es que yo soy así”),
  • No aferrados a las conductas que alguna vez tuvieron algún sentido pero que hoy ya no lo tienen (no es teniendo un berrinche ni pataleando ni gritando como conseguiremos que nuestro jefe evalúe seriamente el aumento de salario que le pedimos).

Desapego, en este caso, es aceptar que ya no somos los que éramos, ni lo que pensábamos que éramos.

Es dejar en el camino alguna de esas “cualidades” de las que nos ufanábamos habitualmente y que más solíamos apreciar (como cuando decíamos con orgullo que defendíamos nuestras posturas con vehemencia para esconder que actuábamos en realidad como tercos y necios).