Una vieja leyenda de los lakota cuenta que, al principio de los tiempos, el Gran espíritu (Wakan Tanka) hizo el mundo colocando en su lugar las seis direcciones del universo. Puso así lo Alto y lo Bajo, el Norte y el Sur, el Este y el Oeste. Tan solo quedaba situar la séptima dirección, en la que residen la fuerza y la sabiduría.

El Gran espíritu no quería dejarla al alcance de cualquiera, ya que contiene un enorme poder. Después de pensarlo mucho, se le ocurrió ocultarla como una semilla en el interior de su fruto, en el último sitio en el que miran los seres humanos: dentro de cada uno de sus corazones. Desde entonces muy pocos la han encontrado.

En pos de esta séptima dirección caminamos consciente o inconscientemente. Es la auténtica quête, una búsqueda del Grial que emprendemos en el momento mismo de nacer, alentando la intuición y la esperanza de que de un modo u otro encontraremos la respuesta, cuando acertemos a hacer la pregunta.

Una tradición ancestral

Internarse en el mundo de los árboles ha sido una senda de iniciación en múltiples culturas. Muchos de los sabios que en el mundo han sido emprendieron esta ruta siguiendo la llamada del bosque: santos y santones, brahmanes, sufíes e indígenas de todas las tribus se retiraban del mundo para iniciarse en los secretos de la selva, que es lo mismo que emprender el camino hacia uno mismo. “Los negros vamos a la manigua como a la iglesia”, dicen aún los santeros afrocubanos.

Y en la Edad Media, los ermitaños se iban “a los desiertos”, bosques imponentes sin un alma en cien leguas a la redonda. También en las leyendas y los libros de caballerías hay mil pasajes trascendentes en los que el héroe se interna en el bosque y encuentra algo parecido a lo que iba a buscar, enfrentándose a los monstruos que lo oprimen, hallando al sabio eremita que tiene su cabaña en un pequeño claro o fundiéndose al fin con su contraparte femenina, que tiene rostro de princesa.

Tal como decía José Saramago, “el más pequeño de los bosques será siempre mayor que el más grande de los castillos, aunque no tenga más historia que la de sus árboles”.

El héroe se despoja de la espada y la armadura, va desnudo e indefenso. El grial, la copa, es la propia alma que debe vaciarse para emprender la búsqueda y hacerse así receptivo, receptáculo que el bosque habita. Encarna el espíritu femenino que recibe, escucha y comprende y a su vez debe ser comprendido.

En todo el ciclo artúrico, la floresta es el escenario de esa singular aventura que tiene lugar en el corazón del buscador, y podemos sospechar que el anciano y sabio Merlín ideó una estratagema magistral: enviando a los petulantes caballeros de la Mesa redonda en pos de un quimérico Grial, los lanzó a la conquista de sí mismos, apartándolos de las intrigas de la corte del rey Arturo.

Desconexión de la rutina, conexión con la naturaleza

Esta vivencia intensa del bosque nos convierte en amantes de la naturaleza. Internándote en la arboleda, aislándote de la vorágine y la rutina, un minuto se convierte en la eternidad. Las raíces afloran y se entrelazan sinuosas y las enredaderas se contorsionan entre las ramas creando esculturas vivas y palpitantes, el musgo habita las piedras que adoptan formas surrealistas y el sonido mismo del viento nos inspira. Allá donde terminan los intrincados senderos descubrimos que nuestra alma es como un espejo que despierta y cobra vida en la espesura.

En esta línea, Henry David Thoreau escribiría: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar en soledad los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñarme, no fuera que cuando estuviera a punto de morir comprendiera que no había vivido”.

No es necesario hacerse ermitaño y retirarse a una montaña inaccesible, pero sí apartarse de cuando en cuando, cambiar la perspectiva con la que miramos el mundo y a nosotros mismos, perder por un momento la mirada en el follaje de un gran árbol y alimentar el espíritu, olvidando quehaceres y preocupaciones, así como el ritmo de la vida ciudadana que nos impide vivir de un modo saludable y pacífico.

Si te internas con asiduidad en el mundo de los árboles, puede que no encuentres lo que esperas o lo que deseas, pero siempre descubrirás algo de lo que necesitas o te habrás despojado de algo innecesario. El bosque, e incluso el cercano parque en el que todavía se escucha el canto del mirlo, nos renuevan a todos los niveles, actúan sobre las siete direcciones regenerando el mundo afuera y adentro, ecológica y espiritualmente. el mundo físico y el emocional, el intelecto y el espíritu... Todas las dimensiones del ser humano encuentran resonancias capaces de enseñarnos a ser y a estar.

Vemos acumularse la hojarasca y entendemos que el árbol es madre del humus y abuela de manantiales de los que bebemos como parte que somos del mismo ciclo, de una sustancia común. La observación se torna así vivencia, que es un modo visceral, poético y coherente de contemplar y comprender... De recobrar la integridad de uno mismo para integrarse en esa selva que más que un conjunto de seres parece una entidad. Nos atrae y nos atrapa, nos respira y nos devora, nos extravía, nos acoge y nos libera.

“Me detuve como un árbol y oí hablar a los árboles”, nos dice Juan Ramón Jiménez, y en el mismo sentido, el bardo Taliesin declararía en sus versos: “He sido árbol en el bosque misterioso”, como muestra de una auténtica comunión que le transforma, igual que a Merlín o a Viviana, en hombre o mujer verde.

Es el despertar de ese espíritu salvaje que todos llevamos dentro, domesticado bajo capas y más capas de autocontrol y convencionalismos, pero que continúa latente, pugnando siempre por descalzarse y correr entre la hojarasca, por recobrar el brillo de la mirada y el sentimiento de libertad.

Los árboles fueron los primeros santuarios de la tribu humana y aún, en mitad de la Bretaña francesa, en ese bosque iniciático de Broceliande en el que continúa manando la mítica fuente de Barenton, encontramos la capilla de Tréhorenteuc. Si te fijas en la inscripción, sobre el arco de la puerta, podrás leer: La porte est en dedans. La puerta está dentro. Dentro del templo, dentro de tu corazón, dentro del bosque, en el centro de la manzana... como siempre ha sido.

El secreto es adentrarse más y más, no abandonar la búsqueda, volver a conectarse en una simbiosis profunda. Tomar conciencia...

La aventura de buscarse en el bosque

Y al estilo del sabio Merlín, te encomendaremos en esta ocasión una misión para tu alma. Se trata de una aventura singular, personal e intransferible: habrás de atravesar el matorral espinoso que crece en los linderos cerrándote el paso a la foresta. Intérnate enseguida en lo más profundo del hayedo, allá donde los árboles risueños y “somnolentos” beben tanta luz que producen la más espesa sombra. aprende a perderte. Vaga sola y en silencio, tan solo guiada por el azar.

Entre la hojarasca de las más grandes hayas se encuentra una flor humilde que en esta época empieza a abrirse. Es la pequeña aspérula, también llamada reina de los bosques. Si perseveras, la encontrarás al fin y te preguntarás cómo es que una hierba tan discreta recibe un nombre tan grande. Recoge un ramillete y tráelo de vuelta a casa donde lo dejarás secar a la sombra en un lugar bien ventilado. Al cabo de un par de días de recoger la aspérula descubrirás que esta hierba, prácticamente inodora cuando estaba verde, tiene una fragancia intensa y salvaje que te transporta de manera inmediata al lugar de donde vino como un sortilegio.

Guárdala en una lata de hojalata y cada vez que la destapes sentirás que has abierto las puertas del bosque, podrás hacer uno de los tes más deliciosos y aromáticos, sin sustancia alguna excitante, o rellenar una almohada de olor, perfumar tu armario o perfumarte tú poniéndola en un bolsillo y cada vez que la fragancia colme tu pituitaria tendrás la sensación de haber recobrado la frescura y la vivacidad de tu verdadero hogar, el bosque. La aspérula puede ser, como el Grial, una excusa para salir de tu mundo y adentrarte en ti por el sendero del bosque.

Puedes usar otros pretextos, pero de cualquier forma es preciso regresar al país de los árboles en el que todo recomienza y todo puede suceder. Volverás quizá más relajada, sabia o inspirada, pero sobre todo recordarás de dónde venimos y qué es lo que nunca deberíamos olvidar. el bosque es el templo de la vida y de uno u otro modo estamos destinados a regresar.

No parece casual que, en la leyenda de Buda, la iluminación descienda como una bendición de un árbol-bosque, pero, en todo caso, tenemos la convicción de que todos los caminos con corazón atraviesan en algún momento esa selva umbría y misteriosa que nos hace más hermosos y conscientes.