Más que una sucesión lineal de acontecimientos, nuestra vida está hecha de discontinuidades, cambios repentinos que implican aceptación y duelo, pero también nuevos retos y oportunidades. La clave para superar estos momentos de crisis es volver al centro de nuestro ser y recuperar nuestras capacidades ocultas.

La existencia humana, aunque siga un hilo de continuidad, es discontinua, con sucesivas etapas y momentos en que nos enfrentamos a nuevos retos. Desde el nacimiento hasta el final de la vida hay una sucesión de cambios constantes: siempre estamos en proceso de ser algo nuevo, distinto, de trascendernos.

La tendencia central del ser humano es la búsqueda de un sentido para su existencia. La formación de la persona es posible en la medida en que esta supere las crisis típicas que se le vayan presentando a lo largo de las distintas fases de la vida y le den sentido a su recorrido vital.

Crisis existenciales en las fases de la vida

El sentido original de la palabra crisis es “juicio” (como decisión final sobre un proceso) y, en general, terminación de un acontecer.

La crisis resuelve, pues, una situación en alguna etapa de la vida, pero, al mismo tiempo, define el ingreso en una situación nueva que plantea sus propios problemas. En el significado más habitual, y tal como acostumbramos a entenderla, crisis es esa nueva situación y todo lo que trae consigo.

A priori no podemos valorar una crisis como algo positivo o negativo, ya que ofrece por igual posibilidades de buena o mala resolución. Sin embargo, en general, las crisis biográficas de una persona acostumbran a ser claramente beneficiosas.

Una de las características comunes a todas las crisis es su carácter súbito y, generalmente, acelerado. Las crisis no surgen nunca de forma gradual y parecen ser siempre lo contrario a toda permanencia y estabilidad.

La crisis biográfica o personal delimita una situación que nos precipita a una fase acelerada de la existencia, llena de peligros y amenazas, pero también de posibilidades de renovación personal.

Peligros y oportunidades

En todas las crisis de la vida se presentan, al mismo tiempo, el peligro y la oportunidad. La persona no vive prisionera de una personalidad forjada para siempre durante la infancia o la adolescencia, sino que cambia con el tiempo, por lo que las posibilidades de éxito ante una crisis son casi ilimitadas.

Otra de las características de la crisis es que, usualmente, tan pronto como esta aparece, el ser humano busca una solución para salir de ella. Puede decirse por ello que la crisis y el intento de resolverla se dan simultáneamente.

Dentro de los caracteres comunes en las personas hay múltiples diferencias a la hora de afrontar las crisis. Algunas crisis son más normales que otras: son las típicas para las cuales hay soluciones “prefabricadas”.

Otras son de carácter único y exigen para salir de ellas un verdadero esfuerzo de invención y de creación.

Algunas crisis son efímeras, otras son más permanentes; sabemos cuándo empiezan pero casi nunca cuándo terminan. También la solución a la crisis puede ser de muy diversos tipos, siendo en unas ocasiones provisional y en otras definitiva.

Tradicionalmente, desde la psicopatología de la reacción y el trauma, se ha diferenciado entre acontecimientos vitales (todos pasamos por ellos) y traumáticos (desencadenantes de las crisis).

Recientemente se ha comenzado a hablar de “acontecimientos críticos” (divorcio, pérdida de empleo...), acontecimientos que entran dentro de la experiencia humana común pero que, en algunos casos, pueden precipitar una crisis y que, en cualquier caso, exigirán un gran sobreesfuerzo de adaptación por parte de la persona afectada.

¿Qué nos enseñan las crisis biográficas?

Tal vez lo más interesante de las crisis existenciales es que obligan a la persona a conectar con su propia historia cronológica, a detenerse y a hacer balance (tomar perspectiva, repasar su tabla de prioridades, redefinir sus deseos...) de su trayectoria vital, en cada etapa de la vida.

En un mundo capitalista donde, como individuos mal interconectados y egoicos, nos desparramamos en la búsqueda de las satisfacciones inmediatas (anclados en la pulsión por el “ahora”, sin pasado ni futuro), contemplamos indefensos cómo nuestro campo temporal se empobrece tremendamente.

 

La falta de tiempo se ha convertido en algo así como una enfermedad cultural (un dicho africano señala que todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo), una carencia esencial que nos vuelve completamente incapaces para aprender del pasado y para proyectarnos en el futuro.

Se trata del fenómeno, repetidamente analizado, de la contracción del espacio-tiempo de las sociedades modernas.

Cada vez deambulamos más por no-lugares

, espacios sin identidad ni historia (grandes superficies, aeropuertos, centros comerciales, supermercados...), haciendo gala de una personalidad solitaria, provisional y efímera.ç

Es lo que bien define el filósofo Zygmunt Bauman como “modernidad líquida”, que designa el estado fluido y volátil de la actual sociedad, sin valores demasiado sólidos, en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios ha debilitado los vínculos humanos y donde los nexos son frágiles y caducan demasiado pronto como para ayudarnos a entender el sentido de nuestros días.

Las crisis biográficas nos ponen en el centro de nuestro ser y nos obligan a revisarnos como seres humanos. En virtud de estas se abre una especie de abismo entre un pasado –que ya no se considera vigente ni influyente en la vida presente– y un futuro que todavía no está constituido.

Las crisis nos obligan a mirarnos, a vivir en nuestro tiempo, a narrar nuestra historia personal.

Formas de afrontarlas

Los expertos muestran que las formas de encarar tales periodos críticos moldean el carácter y forjan la existencia de las personas. La clave para una adaptación saludable consiste en encontrar nuestras propias capacidades para salir de las dificultades en las que estamos.

A pesar de las ansiedades que inevitablemente abruman a cada persona, todos tenemos la capacidad de sortear una crisis y de saber buscar, y encontrar, activamente una solución. De mostrarnos deseosos de saber más. De saber descansar cuando nuestra eficacia decae por cansancio, y de reordenarnos para volver a la lucha en cuanto hemos recobrado las fuerzas perdidas.

En nuestro interior se encuentra la capacidad de saber aceptar, e incluso de obtener ayuda, considerando esto no como un signo de debilidad por nuestra parte, sino más bien de madurez.

El paso de una etapa a otra, está siempre impregnado de una cierta tensión psicológica que es síntoma de evolución, de crecimiento, de maduración.

Desde el punto de vista psicológico, correspondería ir pasando de una a otra etapa de forma consciente y paulatina, encontrando en cada una de ellas su propio significado al igual que nuevos valores y objetivos.

Según el filósofo José Ortega y Gasset, vivir es encontrarse en el mundo, hallarse envuelto y aprisionado por las cosas que constituyen nuestras circunstancias. Pero la vida no es solo hallarse entre las cosas como una más de ellas, sino saberse viviendo, ser consciente de lo que uno hace.

La vida no es ninguna sustancia ajena o preexistente al sujeto que vive.

La vida es actividad pura, y tiene que hacerse constantemente a sí misma en el tiempo, en el espacio. La vida es elección.ç

Los retos de las 4 etapas vitales

¿Cuáles son los retos que afrontamos en cada una de las etapas de nuestra vida? Repasamos las crisis existenciales y la forma que tenemos de plantar cara a cada momento.

1. Infancia

Para que el niño goce de un adecuado crecimiento y pueda ir adentrándose en el mundo social, es importante que disponga no solo de un entorno amoroso, cálido y cuidador, sino que este pueda proporcionarle límites adecuados y el ambiente idóneo para que pueda sentirse seguro.

Compartir el mayor tiempo posible con nuestros hijos, evitando al máximo los “canguros cibernéticos” (televisión, consolas, tabletas, móviles...), los ayudará a desarrollarse en posteriores etapas.

2. Adolescencia y juventud

Según distintos estudios de alcance mundial, los adolescentes felices, al alcanzar la edad adulta, gozan de mejor salud física y psíquica.

Unicef señala que el 70% de los trastornos mentales comienzan antes de los 24 años de edad.

Es necesario, por lo tanto, dotar al adolescente de herramientas para que pueda relacionarse de modo autónomo con el mundo exterior, respetando su necesidad de intimidad y ayudándole a fomentar vínculos sanos con amigos.

Ante la omnipresencia de la tecnología, cada vez más apabullante en la vida de todos y más en la vida de los jóvenes, hoy más que nunca es importante reforzar las actividades al aire libre, estimular la lectura y el pensamiento y seguir compartiendo espacios de relación con nuestros adolescentes.

3. Madurez

Tal vez sea este el periodo más estable del ser humano. El sentido del “sí mismo” se extiende, la persona se convierte en parte activa de la sociedad y el trabajo configura la vida individual.

Ante los apremios de una vida cada vez más apresurada, es imprescindible intentar componer con un mínimo de equilibrio el puzle de nuestras exigencias y deseos. Para conseguirlo, es importantísimo gozar de espacios y tiempo para uno mismo.

4. Senectud

Es la última etapa en la vida de las personas. Llegados a este punto, es importante afrontar de modo adecuado la jubilación y aprovechar la oportunidad de realizar aquellas actividades o tareas que hemos ido postergando por falta de tiempo. No es la edad en sí misma lo más importante, sino cómo la vivimos.

A tener en cuenta:

  • La crisis personal nos precipita a una fase acelerada de nuestra existencia y se presenta al mismo tiempo que la oportunidad de resolverla
  • Nos ponen en el centro de nuestro ser, nos obligan a mirarnos, a vivir en nuestro tiempo, a narrar nuestra historia personal
  • La clave para una adaptación saludable consiste en encontrar nuestras propias capacidades para salir de las dificultades