Nos adentramos en un espacio mágico. La fantasía y la imaginación arrojan una luz especial sobre estos días. Los niños son los grandes protagonistas. Necesitan sentirse cuidados, amados. Pero sin descuidarnos los mayores. Es un buen momento para establecer metas y mejorar nuestras vidas.

Cada mes de diciembre compartimos un ritual para recordar una vivencia sencilla y extraordinaria: la historia de una madre que atravesó su parto en medio de la naturaleza entre sus cabras, sus asnos y sus bueyes, amparada por un hombre llamado José.

Según algunos textos, José partió en busca de la partera, pero cuando esta llegó, Jesús ya había nacido. La mujer, al mirar la escena, exclamó: “Ese niño que apenas nacido ya toma el pecho de su madre se convertirá en un hombre que juzgará según el Amor y no según la Ley”.

Esa preciosa criatura fue recibida en una atmósfera sagrada, con el calor del establo y bajo el éxtasis de la mirada amorosa de su madre. Dos mil años más tarde aún estamos festejando el nacimiento de un niño en buenas condiciones y reverenciando el milagro de la vida.

También quiero hacer referencia a otro pasaje: los discípulos reprendían a quienes llevaban a los niños para que Jesús los tocara. Él los hizo llamar y les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos”. Dos mil años más tarde continuamos festejando..., pero necesitamos recordar que los niños –ya sean bebés recién nacidos o niños algo más crecidos– son prioridad.

Por lo tanto, al abordar estas fiestas –afiebrados por el consumo, agotados por la sobredosis de reuniones sociales y desmembrados por los intereses y exigencias de las familias ascendentes–, será menester que tomemos decisiones siempre a favor de los niños. Más allá de la connotación religiosa que estas fechas puedan tener para cada uno de nosotros, sin darnos cuenta las fiestas se fueron convirtiendo en ámbitos de desencuentro.

Las parejas discutimos para decidir con cuál de las dos familias conservamos los compromisos o qué es lo que corresponde comprar para que nadie se ofenda. Regalos, comida, bebida, más regalos y niños arrastrados a altas horas de la noche para participar en celebraciones en las que –contrariamente a nuestras intenciones– quedan relegados. ¿Qué podemos hacer?

Cómo poner a los niños primero estas fiestas

En primer lugar, reflexionar con sentido común y, sobre todo, tomar decisiones que favorezcan el biorritmo y los intereses de las criaturas. Podemos utilizar como referencia nuestra propia niñez, cuando el consumo todavía no había inundado las ilusiones y la fantasía.

Tal vez recuperemos en nuestra memoria aquellas cartas que escribíamos a los Reyes Magos pidiéndoles un caballo de madera o un vestido de princesa. En ese entonces la Navidad brillaba como en un cuento de hadas. Era el momento de cumplir algún sueño y la alegría era inmensa al recibir finalmente un regalo. Uno. Inolvidable.

Hoy la magia parece tener más relación con Internet que con descubrir a Papá Noel o a los Reyes. Los hechizos duran apenas unos segundos apabullados por la publicidad. Hay regalos para los niños, para los mayores, para los vecinos, los sobrinos, los nietos, las nueras y los yernos. Usamos las tarjetas de crédito hasta el límite del hartazgo para juguetes, ropas, zapatos, electrónica o vacaciones.

En este contexto, cuando nuestros hijos sean mayores, posiblemente no recuerden nada especial en relación con las Nochebuenas. Hoy se han convertido en cenas fastuosas a las cuales arribamos agotados, tras recorrer centros comerciales, endeudados y a disgusto. Es posible que algo de toda esta vorágine nos deje una sensación de sinsentido cuando se supone que debería ser una época de meditación, recogimiento y encuentro entre seres queridos.

A menos que hagamos algo distinto. Quizá esta Navidad sea la ocasión perfecta para hacer pequeños movimientos que nos satisfagan más y llenen de sentido esa noche tan especial. Tal vez podamos instalar cierta intimidad, reunirnos con pocas personas muy allegadas y regalar a cada uno un escrito colmado de agradecimientos.

Y para los niños podemos preparar algo fuera de lo común, algo soñado, esperado, imaginado y en lo posible no muy caro. Los niños pequeños tienen derecho a recibir unas palabras que nombren lo orgullosos que sus padres están de ellos o una hermosa carta escrita por Papá Noel felicitándolos por sus virtudes, firmada con letra dorada.

Los adultos somos capaces de regalarles a los niños una Navidad mágica, llena de sorpresas y de encanto. Es una sola noche al año. Todas las demás estamos cansados, hartos de nuestras rutinas. No hay juguete costoso que pueda transformar ese fastidio cotidiano.

En cambio, una noche sin estrés, entre quienes verdaderamente tenemos deseos de vernos y abrazarnos, acompañados por buena música, calma y susurros, pocos regalos pero muy sentidos, alguna oración o un deseo dicho con palabras sencillas, se convierte en un regalo insuperable.

Si no podemos cambiar las costumbres familiares...

Si no sabemos cómo cambiar las costumbres familiares, pero nos apetece una Navidad en calma e intimidad, tal vez podamos hacer pequeñísimos cambios.

  • Si nos atrevemos, podemos ofrecer una poesía cariñosa a nuestros comensales.
  • O preparar la comida preferida para algunos.
  • O el pastel que más disfrutan otros.
  • Podemos adornar una canasta con nueces, golosinas y chocolates.
  • Compartir una carpeta con dibujos que los padres hicimos cuando éramos niños.
  • Alguien puede regalar un breve concierto de piano o una pieza con la flauta.
  • Otros pueden ofrecer cantar una canción o enseñarla a mayores y pequeños, y luego cantarla a canon todos juntos.
  • Podemos sacar los álbumes de familia y mirar fotos viejas durante horas, recordando qué jóvenes éramos todos y los niños descubriendo a sus abuelos con cabello, a sus padres siendo ridículamente niños y a novios y novias que quedaron en el olvido.
  • Hay hogares en los que quizá se atrevan a participar en una danza alrededor de la mesa.
  • En otros será divertido ofrecer a los comensales dos minutos para pedir un deseo en voz alta, de modo que todos estemos comprometidos y se hagan realidad.
  • Podemos jugar a que sean los niños quienes sirvan los platos y quienes nos digan por una vez que tenemos que sentarnos bien a la mesa y comer en silencio.
  • Y algo definitivamente emocionante: podemos proponer hacer unos minutos de silencio, para que cada invitado rece o medite a su manera.
  • Podemos compartir un secreto, una tristeza o una preocupación y agradecer la escucha.
  • Podemos tener a todos los niños en brazos, despiertos o dormidos, pero pegados a nuestros corazones.
  • Podemos comer en el horario en que los niños tienen hambre y abrir los regalos en el horario en que están despiertos, sin más mandatos que no sean los que rige su espontaneidad.
  • Podemos contarles algo relativo al nacimiento de cada uno de ellos y al modo en que recordamos haberlos recibido, relatar anécdotas de cuando eran bebés.
  • Podríamos comer frugalmente en lugar de atravesar grandes comilonas, porque la reflexión y la generosidad precisan almas y cuerpos livianos.

En fin, cualquier gesto amoroso cargado de ilusión y respeto que nos recuerde por qué estamos juntos es perfecto para un verdadero día de fiesta compartida y para que los niños tengan un lugar destacado, aunque no sean propios, sino sobrinos, hijos o nietos de amigos o vecinos.

La presencia de algún niño en el hogar durante la Navidad nos devuelve el sentido y el anclaje moral que vamos perdiendo sin darnos cuenta a medida que avanza el consumo desmedido y el distanciamiento de nuestro ser esencial.

¿Y si somos los invitados?

¿Y qué podemos hacer si estamos invitados a una casa ajena o si hay familiares que no están dispuestos a modificar las rutinas ya probadas y repetidas? No pasa nada. Pero hay algo que sí podemos hacer: revisar si el modo en que históricamente hemos celebrado ahora encaja con nuestra realidad.

Por ejemplo, evaluemos si con bebés muy pequeños vale la pena estar lejos de casa hasta altas horas de la madrugada, o si es saludable someterlos a ruidos y música inadecuados. Observemos si nuestros niños se sienten cómodos entre familiares que ven una sola vez al año. Registremos si estamos arrastrando a nuestros cónyuges a circuitos donde no son bienvenidos o se encuentran incómodos.

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Examinemos si nuestro deseo está alineado, o bien si seguimos mandatos obsoletos, como asistir desde hace un siglo a la casa de tal rama de la familia porque siempre ha sido así y nunca nadie lo ha cuestionado. En cualquier caso, podemos observarnos con ojos nuevos, mirar a nuestra pareja y, sobre todo, mirar a nuestros hijos y evaluar si hemos organizado los festejos de fin de año de acuerdo con nuestra realidad familiar.

Registremos con honestidad dónde, cómo, con quiénes, en qué horarios y bajo qué condiciones los niños pueden disfrutar las celebraciones, si es que necesitan festejar algo. Dialoguemos entre adultos y decidamos lo que sea, en libertad, tomando en cuenta el confort y el bienestar de los niños porque ellos tienen la prioridad.

Probablemente, con algo de creatividad y buena voluntad, inventaremos distintas opciones posibles, ni tan inalcanzables ni tan perfectas, que nos permitan atravesar las fiestas alineados con nuestro momento familiar, respetando el cuidado hacia nuestros hijos, sobrinos o nietos pequeños.

Entonces convertiremos aquellas soñadas Navidades infantiles en realidades palpables y actualizadas, rindiendo tributo a cada nuevo bebé cuidado y amado. Estos niños respetados se convertirán en una generación de hombres y mujeres que traerán sabiduría y paz interior a todos los seres humanos.

Navidad con amigos, la familia que se elige

Decidamos en pleno ejercicio de nuestra libertad. Aunque la costumbre más arraigada es la de pasar las fiestas con la familia, tal vez nos apetece celebrarla entre amigos.

Es frecuente que con las familias ascendentes las cosas estén cristalizadas de una cierta forma y nos sintamos atrapados. Pero podemos apelar a nuestro lado más maduro y tomar decisiones autónomas.

A veces llegamos a la cena de Nochebuena totalmente agotados. Hemos cumplido con la organización de las comidas, hemos comprado todos los regalos, hemos puesto la casa en orden, los adornos están en su sitio... Simplemente somos nosotros -los adultos- quienes nos hemos olvidado de nosotros mismos. Si eso sucede, intentemos volver a nuestro eje.

Los niños necesitan que sus biorritmos sean respetados. En la medida que el sueño, el hambre, el cansancio o el tiempo de reposo sean tenidos en cuenta, los niños podrán disfrutar en cualquier ocasión, siempre y cuando estén bien acompañados. Luego será menester revisar si los estímulos durante las fiestas no resultan exagerados para la edad de cada niño: ni sustos, ni gritos, ni demasiados rostros desconocidos en una vorágine de ruido.

Los niños serán capaces de disfrutar lo que acontezca, aunque sea algo totalmente nuevo: un sitio desconocido, personas nunca antes vistas, niños diferentes, un clima diverso o comida con sabores novedosos, en la medida que conserven la seguridad otorgada por la presencia comprensiva y cercana de sus padres.

No contar con dinero este año no tiene por qué ser algo malo. Los encuentros entre seres queridos son gratuitos. Conversar entre todos sobre nuestra realidad emocional, familiar y económica para decidir cómo celebra- remos las fiestas nos puede ofrecer un grado de intimidad desconocido hasta ahora.

Todo lo que el dinero y el consumo tapan, la falta de dinero deja al descubierto. Pocos regalos y mucha dedicación pueden convertirse en las mejores fiestas que hayamos pasado en mucho tiempo. En estos casos, los niños serán los principales beneficiados.

Porque no es verdad que los niños esperan juguetes. Los niños esperan ser amados.