Después de años de investigación comprometida y honesta, asistiendo a cientos de adultos, doy con la misma evidencia: las consecuencias de la falta de amor materno cuando fuimos niños y la distancia entre nuestras expectativas como criaturas de mamífero humanas y eso que hemos recibido como migajas de atención.

El origen de todos los males

Comprendamos que la falta de amor materno es el inicio del desastre ecológico colectivo, del que todos somos víctimas. Desde esas primeras experiencias vitales de desamor, se establece la indiferencia ante el sufrimiento del prójimo. Ese desinterés habitual es el mayor indicador de la falta de amor materno.

Si una civilización elimina la función materna –tal como lo ha dispuesto el patriarcado del que todos somos parte– es para un único propósito: para dominar, matar, practicar el fratricidio y generar guerras. Para ello, se requiere un enorme desinterés frente al sufrimiento del prójimo y, al mismo tiempo, para que socialmente haya un grado de apatía tan inmenso, una falta de amor materno en el inicio de la vida.

Cada infancia sumada a otra infancia más otra infancia… generan ese abismo de indiferencia y la incapacidad para sentir lo que le pasa al otro. Si cuando fuimos niños no sentimos la compasión de la persona que nos crió, si no sentimos su solidaridad, su disponibilidad afectiva ni su generosidad, ¿cómo podríamos aprender a dar prioridad a las necesidades del prójimo, al crecer y devenir adultos?

Porque al fin y al cabo, algunas niñas nos convertiremos en madres y algunos niños nos convertiremos en padres, con nuestras propias experiencias al hombro y según los hábitos que hayamos adquirido. De hecho... ¿qué es ser una madre amorosa?

Es la identificación espontánea con el bienestar de la criatura. ¿De qué depende que seamos capaces de vibrar bajo el mismo temblor que el niño, sin hacer nada ni pretender nada en particular, sino solo satisfaciendo milimétricamente cualquier necesidad infantil? De la propia experiencia vivida cuando nosotras mismas fuimos bebés.

Los seres humanos desplegamos nuestra humanidad siempre y cuando hayamos recibido el amor envolvente de nuestra madre. Todas nuestras capacidades altruistas, empáticas y sociales dependen de la sintonía amorosa con la que hayamos palpitado durante la etapa primal de nuestras vidas y según el deseo materno que nuestra madre haya desplegado hacia nosotros.

Así, el amor materno al inicio de la vida se convierte en la garantía de paz y fraternidad para toda la comunidad. Cuando seamos capaces de regresar al origen de nuestra humanidad, sabremos que el instinto básico materno es el de evitar a toda costa el sufrimiento y procurar el bienestar que es el lugar común de todo ser vivo.

Toda situación de empatía y altruismo procede de la maternidad amorosa espontánea. Este asunto nos compete a todos, mujeres, varones, tengamos hijos o no los tengamos. Sin embargo, ¿por qué nos resulta tan difícil dar prioridad absoluta a los requerimientos de los bebés?

Los adultos funcionamos hoy con nuestras necesidades infantiles insatisfechas, que pertenecen a nuestro pasado. Hoy sentimos que si no hay permanentemente alguien colmándonos de cuidado, simplemente el mundo nos resulta hostil.

Conformamos un ejército de personas grandes que hemos permanecido emocionalmente fijados en la inmadurez de la época en la que fuimos niños pequeños, y como tales seguimos esperando la atención que no hemos recibido cuando efectivamente dependíamos del cuidado y la consideración de los mayores.

Ahora nos toca mirar de frente la realidad

El maltrato sobre los niños es recurrente, banal, cotidiano y común, aunque solo cuando hay casos muy visibles estamos dispuestos a reconocerlos. Lamentablemente aún no estamos listos para mirar de frente la sistematización del maltrato porque tendríamos que cuestionar todo el sistema comunitario en el que vivimos.

Tendríamos que observar el surco completo con la lógica que lo sostiene para percibir que el autoritarismo, la represión, el maltrato y la dominación de los más fuertes sobre los más débiles son una misma cosa. Todas estas dinámicas usadas por los adultos tienen un único objetivo: el dominio y la acumulación de bienes.

Si la sociedad patriarcal está basada en el patrimonio, las guerras son parte necesaria de este sistema. Las guerras obligatoriamente son fratricidas, necesitan que los hermanos nos matemos unos a otros con el único fin de obtener territorio, ganancias o poder. Para ello necesitamos generar guerreros: seres insensibles y capaces de matar.

Aunque nos llame la atención, eso es algo muy fácil de lograr: simplemente negándoles a los bebés y niños pequeños el cuerpo materno y el placer que ese contacto conlleva. No es verdad que nos importa el bienestar de nuestras criaturas. El propósito es que el niño sufra en la medida suficiente y sea capaz de reaccionar con ira para dominar a otros.

Un bebé que no ha sido humanizado a través del amor y la sustancia materna al inicio de su vida va a padecer un proceso de deshumanización con las consiguientes reacciones agresivas, ya que aprendió a adaptarse a un entorno carente en términos afectivos.

Cada experiencia de vacío afectivo que sufre un niño humano ávido de cuidados y contacto materno se suma a otras experiencias de muchos otros niños que se encuentran en las mismas condiciones, hasta que esa desesperación se plasma en una escala colectiva.

Alice Miller ha escrito que los daños que se infligen durante la infancia son crímenes de la Humanidad contra la Humanidad, ya que nuestros niños crecen almacenando la violencia que luego van a desplegar tal como la han recibido. Una vez que hayan alcanzado la adultez, ejercerán el poder contra la siguiente generación. La violencia se perpetúa gracias a la banalización de la falta de amor primario.

Quiero decir, a ninguno de nosotros nos parece algo terrible ni nos horrorizamos con cada bebé que no encuentra el cuerpo de su madre mientras llora desgarradamente. Lo observamos cotidianamente alrededor nuestro y además nosotras mismas –las mujeres– negamos nuestro cuerpo caliente a los niños. Simplemente estamos hartas de sus demandas.

Nos aliamos con los demás adultos que nos dan la razón, y estamos de acuerdo que los niños tienen que comprender que no es correcto ser tan exigentes.

Podemos trabajar y ganar dinero. Podemos acceder a puestos de poder. Pero si las mujeres seguimos caminando por el surco ciego de la represión y las limitaciones del amor primario, si no reconocemos la represión que paraliza nuestros cuerpos, si no estamos dispuestas a escuchar nuestros latidos uterinos, si no ofrecemos cobijo nuestras criaturas; entonces nos estamos constituyendo en artífices indispensables de la violencia en el mundo.

Las mujeres somos la bisagra entre el pasado de represión, oscurantismo y odio; y el futuro que deseamos de movilidad, libertad y búsquedas creativas. Somos las mujeres quienes tendremos que comprender la relación directa que hay entre el amor primario y la libertad. O entre la represión del amor y la violencia.