¿Se puede hablar de ponerle límites al amor? Seguramente no, si lo que queremos es hablar del amor de las novelas románticas, eterno y excluyente. Tampoco podremos ponerle límites si hablamos del amor de las tragedias griegas, dramático e irresistible.

Pero otra cosa sucede con el amor nuestro de cada día. El amor que verdaderamente somos capaces de sentir y el que esperamos que otros puedan sentir por nosotros. Para bien y para mal, ese amor no es ningún sentimiento sublime e ilimitado. No es, repito para dejarlo claro, no es una emoción reservada para unos pocos, ni tampoco algo que se siente exclusivamente en un momento de la vida frente a una única persona.

¿Qué es el amor verdadero?

El amor posible y real está íntimamente emparentado con lo que en el lenguaje cotidiano podríamos enunciar como “querer mucho a alguien”, y que simplificado se puede definir como la sencilla y comprometida manifestación del “más puro interés que alguien es capaz de sentir por otra persona”.

Y que quede claro que digo “sencilla” no para restarle importancia, sino para restarle solemnidad y para que todos podamos entender la magia y presencia de este sentimiento en la vida de todos.

La persona que se ocupa de ti, la que se alegra con tus logros, la que respeta tus elecciones... sin lugar a dudas te quiere

Dicho de otra manera: la persona que se ocupa de ti y siente que le importas, la que se alegra con tus logros y te acompaña en un momento difícil, la que respeta tus tiempos y tus elecciones... sin lugar a dudas te quiere, aunque a veces te diga que no, aunque nunca piense seriamente en suicidarse si te va mal en lo que tú más deseas, y aunque algún día no te elija para compartir alguno de sus proyectos.

En este vídeo puedes ver una selección de frases sobre el amor verdadero:

El amor verdadero no es absorbente

Los espacios y tiempos personales de cada uno de los miembros de una pareja son una parte fundamental de la estructura de un vínculo sano. Si no existieran, ambos quedarían apelmazados y fusionados en una amalgama que, lejos de enriquecerlos, los empobrecería.

La pareja se alimenta de la diversidad y, para que esta exista, deben estar definidos los distintos espacios, intereses y tiempos. Debemos hacer saber a nuestra pareja que no dejamos de amarla ni de prestarle atención o tenerla en cuenta a pesar de que nos agrade tener tus espacios de soledad. Porque los espacios personales no son, ni deben ser, una amenaza para el otro.

El amor auténtico no tiene límites

Claro que esta definición de los límites del amor, solo puede conformar a los que sabemos que necesitamos de los otros, de su presencia y de su ayuda, pero jamás los responsabilizamos de nuestras vidas, de nuestros éxitos ni de nuestros estados anímicos.

Y por supuesto, esta mirada nunca será suficiente para aquellos que prefieren concederle a otros el poder de hacerles enojar, de hacerles llorar o de hacerles felices, porque no quieren aceptar que son los responsables de sus vidas.

Solo se puede amar en libertad

Es verdad que no somos autosuficientes, pero es nuestro compromiso aprender a amar adultamente, comprender la diferencia entre pedir y exigir, aceptar que el otro puede no tener o no querer darnos lo que hoy necesitamos, y aprender la diferencia que existe entre renunciar y sacrificarse.

¿Tu pareja te manipula? Descúbrelo en este vídeo.

Todos los filósofos, pensadores y terapeutas de la historia han creado su propia definición del amor. Hasta yo, sin ser nada de eso, tengo la mía:

“Mi amor es la sincera decisión y la consecuente acción de crear un espacio de libertad para la persona amada. Un espacio tan grande y no condicionado como para que ella pueda elegir lo que desee, aun cuando su decisión no sea la que más me favorezca, aun cuando su elección no me incluya.”

Se ajuste o no esta definición a la que anida en ti y determina tu forma de relacionarte, lo cierto es que conseguir no depender de los demás es, sin lugar a dudas, uno de los grandes desafíos de los que luchamos diariamente por una vida plena, es decir, de los que pretendemos ser felices; de los que sabemos que no declararse pendiente de la mirada del otro, de su aprobación o de su aplauso, tiene costos, y que estamos dispuestos a pagarlos, aunque no son para nada baratos.

El que ama en libertad siempre será acusado, por aquellos que todavía transitan espacios dependientes, de ser soberbio, tonto, cruel o agresivo, en medio del reproche por ser antisocial, egoísta y hasta desamorado.

Un cuento triste acerca del amor

Había una vez, en las afueras de un pueblo, un árbol enorme y hermoso que vivía regalando a los que se acercaban el frescor de su sombra, el aroma de sus flores y el increíble canto de los pájaros que anidaban en sus ramas.

El árbol era querido por todos, pero especialmente por los niños, que trepaban por el tronco y se balanceaban entre las ramas con su complicidad complaciente. Si bien el árbol amaba a la gente, había un niño que era su preferido. Aparecía siempre al atardecer, cuando los otros se iban.

—Hola, amiguito –decía el árbol, y con gran esfuerzo bajaba sus ramas al suelo para ayudar al niño a trepar, permitiéndole además cortar algunos de sus brotes verdes para hacerse una corona de hojas, aunque el desgarro le doliera un poco. El chico se balanceaba con ganas y le contaba al árbol las cosas que le pasaban cotidianamente en casa.

Casi de un día para otro, el niño se volvió adolescente y dejó de visitar al árbol. Pasó el tiempo... y de repente, una tarde, el árbol lo vio caminando a lo lejos y lo llamó con alegría y entusiasmo:

—Amigo... Ven, acércate... Cuánto hace que no vienes... Trepa y charlemos.

—No tengo tiempo para estupideces –dijo el muchacho.

—Pero... disfrutábamos tanto juntos cuando eras pequeño...

—Antes no sabía que se necesitaba dinero para vivir, ahora busco dinero. ¿Tienes dinero para darme?

El árbol se entristeció un poco, pero se repuso enseguida.

—No tengo dinero, pero tengo mis ramas llenas de frutos. Podrías subir y llevarte algunos, venderlos y obtener el dinero que necesitas.

—Buena idea –dijo el muchacho, y subió por la rama que el árbol le tendió para que trepara como cuando era chico. Y arrancó todos los frutos del árbol, incluidos los que aún no estaban maduros. Llenó con ellos unas bolsas de arpillera y se fue al mercado. El árbol se sorprendió de que su amigo no le dijera ni gracias, pero dedujo que tendría urgencia por llegar antes de que cerraran los compradores. Pasaron diez años hasta que el árbol vio pasar otra vez a su amigo. Era ya un adulto.

—Qué grande estás –le dijo emocionado–; ven, sube como cuando eras niño, cuéntame de ti, cómo te encuentras.

—No entiendes nada, como para trepar estoy yo... Lo que necesito es una casa. ¿Podrías acaso facilitarme una?

El árbol pensó en ello durante unos minutos.

—No, pero mis ramas son fuertes y elásticas. Podrías hacer una casa muy resistente con ellas. ¿Qué te parece?

El joven salió corriendo con la cara iluminada. Una hora más tarde, con una sierra cortó cada una de sus ramas, tanto las secas como las verdes. El árbol sintió dolor, pero no se quejó. No quería que su amigo se sintiera culpable.

El árbol guardó silencio hasta que terminó la poda y después vio al joven alejarse esperando una mirada o un gesto de gratitud que nunca llegó.

Con el tronco desnudo, el árbol se fue secando. Era demasiado viejo para hacer crecer nuevamente ramas y hojas que lo alimentaran. Quizá por eso, porque ya estaba viejo, cuando lo vio venir, años después, solamente dijo:

—Hola. ¿Qué necesitas esta vez?

—Quiero viajar. Pero ¿qué puedes hacer tú? Ya no tienes ramas ni frutos que sirvan para vender, como antes...

—Qué importa, hijo –dijo el árbol–, puedes cortar mi tronco… con él quizá consigas construir una canoa para recorrer el mundo a tus anchas.

—Buena idea –afirmó el hombre.

Horas después volvió con un hacha y taló el árbol. Hizo su canoa y se fue.

Del viejo árbol quedó tan solo el pequeño tocón a ras del suelo. Dicen que el árbol aún espera el regreso de su amigo para que le cuente de su viaje.

No se da cuenta de que no volverá. El niño ha crecido, pero tristemente se ha vuelto un hombre de esos que nunca van a donde no hay nada para tomar. El árbol espera, vacío, aunque sabe que no tiene nada más para dar.

Querer sin depender de la pareja

El árbol y el hombre del cuento muestran formas bien distintas de amor.

En todo caso habrá diferentes maneras de amar, y estas maneras de manifestar lo que siento dependerá más de quién soy que de cuánto quiero.

Habrá amores buenos y sanos, que son los que sienten aquéllos de corazones buenos y sanos. Y habrá también amores enfermizos, el de los incapaces, el de los manipuladores, el de los posesivos, el de los dependientes, el de los que nunca se dieron cuenta de que el mayor valor de que alguien esté aparece cuando uno se da cuenta de que podría elegir haberse ido.

Quizá se podría sintetizar lo dicho estableciendo que los que han aprendido a amar no dependen de la persona amada, pero tampoco permiten que ella dependa de ellos, porque saben que de cualquiera de los dos lados de la cadena, el esclavo y el amo son víctimas de la esclavitud y la rechazan de plano. Los que saben y sienten el amor verdadero se entregan sin olvidar su derecho de poner límites; y pretenden ser amados de la misma manera.

¿Entre el amor y el odio hay un paso?

A veces, los extremos se tocan. Se dice que entre el amor y el odio hay solo un paso.

  • ¿Quién no conoce a dos personas que tras caerse mal en un principio llegaron a crear un buen matrimonio, o a una pareja profundamente enamorada que acabó en un divorcio turbulento?
  • Pero ¿qué pasaría si esa suposición no fuera correcta y lo que hubiera en el lado opuesto del amor no fuera el odio?
  • El psicólogo Rollo May defendía que lo opuesto al amor era la indiferencia. No un sentimiento de signo contrario, sino la ausencia de vinculación emocional.
  • En el caso de la pareja divorciada con brusquedad, la alternativa de la indiferencia parece preferible e incluso más "civilizada" que otras, pero generalizar entraña ciertos peligros.
  • Sobre todo cuando esta distancia sentimental es valorada socialmente como una opción positiva e incluso como una actitud educada y racional.
  • Cierto nivel de indiferencia tiene su razón de ser y es necesario. Con los medios de comunicación ocupados en captar público mediante la dramatización y la exposición de noticias catastróficas, si no fuéramos capaces de mantener cierta distancia emocional nos hundiríamos en un mar de preocupaciones.
  • Y vivir en primera persona todos los problemas que conocemos de los demás sería agobiante. El problema que cabe resolver es dónde ponemos el límite.