En consulta, los psicólogos hablamos de Indefensión Aprendida cuando nos encontramos con una persona que está sufriendo situaciones desagradables o, incluso, malos tratos y, en lugar de tomar medidas para evitarlos, se inhibe y adopta una actitud pasiva.

Frente a cualquier situación que les cause estrés, la sensación que invade a estas personas es la de ineludibilidad, piensan que no tienen forma de evitar el daño.

¿Qué es la indefensión aprendida?

A finales de los años 60 del siglo pasado, tras realizar unos experimentos que hoy en día serían denunciados por todas las asociaciones en defensa de los animales, el concepto de Indefensión Aprendida fue descrito por el psicólogo Martin Seligman.

Durante su investigación, Seligman se dedicó a someter a un grupo de perros, que nada podían hacer para escapar (estaban fuertemente amarrados por correas) a descargas eléctricas. Unos perros tenían la posibilidad de detener la descarga pulsando una palanca, mientras que otros tenían la palanca inutilizada, de modo que nada podían hacer para dejar de recibir el dolor.

Martin Seligman investigó hasta qué punto pensamos que somos libres de escapar.

En una segunda fase de este experimento, Seligman descubrió que los perros que no habían tenido la posibilidad de controlar su destino, cuando se veían libres de sus correas, no emprendían ninguna acción para evitar las descargas. Según Seligman, los perros no escapaban porque creían firmemente que ellos nada podían hacer para librarse de cualquier tipo de daño que pudieran recibir.

Aprender que es inútil escapar

Jorge Bucay explica perfectamente el concepto de Indefensión Aprendida en su parábola del elefante que, de pequeño, fue encadenado a una estaca de madera clavada en el suelo y que, pasados los años y ya convertido en un poderoso elefante adulto, aunque con su fuerza podría haber arrancado la estaca sin problema, no tomaba medida alguna para escapar de su cautiverio.

En sus primeros años de vida, el elefante había interiorizado la idea y aprendido que era inútil hacer esfuerzo alguno por escapar, de modo que desconectó de su verdadero ser y se resignó a permanecer atado durante el resto de su vida.

Trasladando esta misma idea al ser humano, los profesionales de la salud mental y por ende, emocional, nos encontramos en nuestras consultas con muchas personas que viven en un perpetuo estado depresivo y que se muestran incapaces de tomar medidas para acabar con las agresiones que reciben por parte de sus familiares o compañeros de trabajo.

El caso de María Teresa

María Teresa era una de estas personas. Tenía casi 60 años cuando decidió acudir a mi consulta para trabajar un estado de "estancamiento", como ella me describió, del que se veía incapaz de salir. Era enfermera y, a lo largo de su carrera profesional, había visto como otras compañeras, más jóvenes y menos preparadas, promocionaban y accedían a puestos que le correspondían a ella.

María Teresa nunca había encontrado la fuerza y el valor necesarios para protestar, siempre se había sentido inferior a las demás y, cuando surgía una oportunidad de ascenso, tenía la certeza de que, no merecía la pena, ni siquiera, optar a la plaza que se ofertaba.

A lo largo de su vida, María Teresa se había topado con frecuencia con personas que la habían menospreciado y socavado su autoestima hasta el punto, de que jamás se había sentido merecedora de nada bueno.

En su infancia, tuvo que aguantar, durante años, cómo su abuela, con la que convivía, no paraba de compararla con sus primas.

Día tras día, la niña recibía el mensaje de que era la más canija, la más fea, la que tenía el color de pelo más feo o la que nunca llegaría a nada.

Su abuela, siempre la dejaba en el peor lugar posible y su madre o su padre, nada hacían para desautorizar tan dañinas palabras. En el colegio, las monjas siempre beneficiaban a las niñas de buena familia, mientras que ella se veía obligada a realizar las peores tareas y a llevar un vestido diferente por estar estudiando allí becada.

Además, tenía que soportar las burlas y los castigos arbitrarios de sus profesoras, sin poder hacer nada por defenderse.

Desde la niñez, María Teresa había aprendido a no protestar y a conformarse con las migajas que la vida le ofrecía. No hacía nada para mejorar sus condiciones porque siempre se había sentido expuesta a la voluntad y a los caprichos de los demás.

Ella es el ejemplo prototípico de hasta qué extremos puede llegar a anular la vida la indefensión aprendida.

Contrarrestar el efecto del maltrato

Volviendo momentáneamente a la historia del principio y sin que sirva de disculpa para Seligman, os contaré que este consiguió revertir el efecto de la indefensión aprendida en los perros a los que se la había inducido. Lo logró, enseñándole a los canes que pulsando la palanca podían detener la descarga.

Cuando los perros se percataban de que ellos, de alguna forma, podían intervenir para eludir el dolor, se activaban y evitaban la descarga. Tener en sus patas el poder sobre las descargas eléctricas, les ofrecía la fuerza necesaria para defenderse y evitar el estímulo aversivo.

En consulta, también resulta factible contrarrestar el efecto de años y años de maltrato. La persona, para empezar a creer en sí misma y poner en marcha todos los mecanismos necesarios para defenderse de las agresiones y los abusos, debe trabajar para recuperar el control sobre su vida y sus circunstancias. María Teresa, paulatinamente, fue tomando pequeñas decisiones y comprobó que era capaz de intervenir en su destino.

Semana a semana fue ganando confianza, hasta que finalmente, solicitó entrevistarse con su jefe para pedirle el cambio de puesto y el aumento de sueldo que se merecía. Este fue un inmenso logro para ella.

María Teresa, tras finalizar su terapia, pudo dejar atrás su pasado de sometimiento para tomar, por sí misma, las riendas de su vida.