Todos sabemos que estamos llenos de necesidades y deseos con los que batallamos día a día. Y todos toleramos con dificultad el hecho de que a veces debamos priorizar algunos por su importancia o urgencia, aunque no sean los que más placer prometen.

Distinguir lo importante de lo urgente

Te propongo que, antes de seguir leyendo, te tomes unos minutos para hacer juntos este pequeño ejercicio:

Haz dos listas de necesidades con dos hojas de papel:

  • Una lista con las cosas que necesitas o crees que son urgentes.
  • Otra lista con las cosas que deseas, pretendes conseguir o no quisieras perder y que son verdaderamente importantes, aunque no te ocupes demasiado de ellas, porque crees o sabes que no revisten urgencia.

No pienses demasiado. El intelecto hace trampas con lo importante y lo urgente. Ya lo verás luego. Ahora solo escribe cinco o seis cosas en la primera lista (la de las urgencias) y luego otras tantas en la segunda. Adelante.

No te fijes en si es correcto o no que esas necesidades estén allí. No seas juez. Sé solamente un testigo, un escriba. Observa lo que aparece en tu mente frente a la pregunta y anótalo.

Ahora, si has terminado, revisa tus listas. ¿Qué dice de ti el hecho de que estas sean tus urgencias o tus prioridades? ¿Qué dice lo que has escrito en estas hojas de este momento de tu vida? No tengas ninguna duda de que hace un tiempo estas listas hubieran sido bien diferentes, y es normal y sano que así sea.

¿Actúas en congruencia con la lista de tus necesidades? Un poco más de análisis:

  • ¿Hay cosas que aparecen en las dos listas? ¿Por qué?
  • ¿Sientes la tentación de cambiar alguna de las cosas de lugar?
  • ¿Querrías tachar o agregar algo en alguna de las listas?

Hazlo, pero no dejes de preguntarte qué te muestra eso acerca de quién eres y del lugar y la situación en la que estás ahora.

¿Está la serenidad en tu vida?

Hoy quiero usar este pequeño juego para llamarte la atención sobre un punto. ¿Está la serenidad, la calma o algún equivalente en alguna de tus listas? Espero sinceramente que sí. Si no figurase en ninguna de las dos, te pido que la incluyas. ¿En cuál? Tú eliges.

Yo creo que, para construir una vida valiosa, es fundamental antes recuperar la serenidad. Cuando empezamos a trabajar esta idea, alguien en la redacción preguntó: “¿Por qué ‘recuperar’ y no ‘conseguir’?”. Yo dije:

“Porque todos hemos sentido la serenidad alguna vez. La tuvimos y la perdimos. Aunque solo fuera en el antro materno, todos conocimos la paz de los que no tienen grandes deseos insatisfechos, ni ambiciosas metas inalcanzadas, ni increpantes exigencias con las cuales lidiar”.

Buda sugería que hay solo dos caminos a la serenidad y la paz: el de la satisfacción de todos y cada uno de nuestros anhelos, y el de la cancelación de todos ellos.

Y, después de leer su doctrina, no podemos menos que darnos cuenta de que ciertamente este último camino, el de dejar de desear, es muy difícil para nosotros, pero también nos damos cuenta de que, si queremos ser sinceros, el primero es inviable.

Y, entonces, agrego yo, si está claro que hay una frustración inevitable escondida en algunos de nuestros deseos, ¿será imprescindible que esa insatisfacción robe nuestra serenidad? Creo que no.

La serenidad es una excepción en un mundo que ofrece, casi todo el tiempo, mucho de casi todo.

No parece haber tiempo en nuestras vidas para ocuparnos de ella y posiblemente por eso nos ha abandonado. Demasiado trabajo, demasiada ambición, demasiados problemas en los que pensar, demasiadas cosas de las que ocuparnos, demasiadas urgencias, aun para disfrutar de la vida.

Y, aunque las reacciones y las consecuencias de esta presión cambian considerablemente de persona a persona, nos obsesiona mucho más la dieta que comer sano y ser exitosos antes que sentirnos realizados.

El precio de perseguir el éxito y la seguridad

Pérdida de la memoria, disminución de la capacidad de concentración, insomnio y hasta cierto grado de depresión son tomados como desvíos naturales de la vida en un mundo competitivo.

Infecciones, virosis, disfunciones de la sexualidad, migrañas, problemas digestivos, enfermedades de la piel, infertilidad, úlcera y la peligrosa hipertensión son interpretados demasiadas veces como patologías del cuerpo que hay que curar.

Ansiedad, inquietud, labilidad emocional, incertidumbre y los pequeños miedos cotidianos son considerados como parte natural del precio de vivir en esta época, y no debería ser así.

Se nos ha enseñado, lamentablemente, a buscar la seguridad para conseguir la serenidad.

Y eso no sería tan malo si no creyéramos que la manera de lograrla es cumplir alguno de los objetivos impuestos por una sociedad para la que somos más unos potenciales consumidores que personas detrás de la búsqueda de su felicidad.

Y encima “confirmamos” que estamos en el camino correcto cuando escuchamos los aplausos de otros tan perdidos como nosotros que envidian vernos en el lugar que ellos desearían estar.

Apenas llegar, parece que estamos obligados a buscar otra meta, a diseñar un nuevo objetivo, a encontrar una nueva zanahoria, a hacernos una nueva promesa para el futuro.

Obligados a hallar algo que nos instale por un instante más en el mundo de los inquietos perseguidores del éxito que dará –es mentira– la tan deseada seguridad que nos permita encontrar la tranquilidad del alma.

Es razonable gozar con el objetivo cumplido, pero si no nos damos cuenta del objetivo real, este bienestar dura solo un instante

Buscando llenarnos de cosas que no necesitamos, vivimos en gran medida invadidos por este mismo esquema, buscando objetos que no usamos: una biblioteca llena de libros que no hemos leído, ahorros que no sabemos si llegaremos a disfrutar, una cabeza sobrecargada de información muchas veces inútil que llevamos en la mochila de nuestro intelecto de aquí para allá, una agenda llena de nombres de personas a las que apenas vemos y con las que hablamos demasiado poco...

Se trata de una carrera desenfrenada para no sentirnos vacíos, ya que el estado de quietud y silencio nos llena de miedo

Tanto que buscamos llenar el silencio con palabras y la quietud con movimiento, pues no soportamos la idea de la nada y menos la idea de no poder llegar a nuestro “destino” de prosperidad.

Una hora sin hacer nada

Te propongo que encuentres al menos una hora cada semana para sentarte en silencio y no hacer nada. No te asustes. Cualquiera puede y tú puedes estar una hora sin hacer nada. Ni leer, ni escuchar música, ni ver una película. Nada. Nada de nada.

  • Los primeros minutos, te sentirás un tanto confundido de tan solo mirar las cosas que hay dentro de ti.
  • A los quince minutos, estarás molesto o inquieto, y tendrás ganas de dejar este ejercicio.
  • Despúes, quizás aparezcan inútiles autoreproches, tristeza, desazón y cosas todavía más desagradables.
  • Si no huyes y puedes seguir allí sin juzgarte, llegará en seguida el momento en el que la inquietud desaparecerá y, desde abajo, surgirá tu serenidad.

La serenidad de los que no temen lo que pueden encontrar fuera, porque no están asustados de lo que ven dentro y que son capaces de vivir jerarquizando lo que son, y no lo que tienen. Una serenidad, en definitiva, que muchos llamamos “ser feliz”.

Tal vez te suceda como les ocurre a muchos: después de haber practicado varias veces el ejercicio, y cuando consigas entrar en él con facilidad, puede que comiences a notar que durante el día tiendes a pasar más tiempo quieto o en silencio. Es muy lógico que sea así.

Estando en paz con el mundo exterior y con tu interior, llenar la realidad de excesivas acciones o palabras se vuelve innecesario