A diferencia de lo que solemos pensar, permanecer en la apatía nos puede proporcionar la herramienta para tomar distancia y aprender a responder, en lugar de reaccionar, a las exigencias de la vida.

Desidia, apatía, indiferencia... todas las emociones traen un mensaje

Recuerdo aquellos momentos de mi infancia en los que estaba enfermo, cuando la fiebre y cierta torpeza me invadían. Miraba entonces el mundo de un modo muy particular. Estaba a la vez presente y distante, como anestesiado, sin capacidad de reaccionar a lo que sucedía y sin deseo de intervenir: me dominaba la apatía.

Instalado en el sofá familiar, observaba el ir y venir de unos y otros, los oía hablar, asistía a todas las acciones a las que ya no se me invitaba a participar: poner la mesa, ordenar mis cosas, tomar parte en las conversaciones...

Estaba presente, pero como desconectado; asistía a la cotidianidad de una familia, pero sin ser parte de ella, como un fantasma. Y por extraño que parezca, eso no era doloroso ni molesto, ¡era incluso interesante!

Hoy, cuando estoy enfermo, reacciono como un adulto: tiendo, primero, a considerar mi enfermedad como un obstáculo que me impide vivir normalmente y me priva de algo. He perdido la capacidad de aceptación que me permitía vivir esos instantes de apatía sin juzgarlos negativamente.

Así que ahora, cuando estoy enfermo, griposo o entumecido, primero me irrito y me siento un poco desolado; luego, recuerdo aquellos momentos, sonrío y me esfuerzo por revivirlos. Intento recuperar la sabiduría y la paz de mis apatías infantiles…

¿Qué es la apatía? ¿Defecto o virtud?

Se define la apatía como una ausencia de emoción y de reacción a lo que nos rodea, un estado de presencia distante.

Aunque pueda parecerlo, la apatía no es indiferencia –podemos permanecer atentos–, ni somnolencia –estamos despiertos–, ni hastío –no es un rechazo al mundo–. Solemos pensar que la apatía solo puede sufrirse y que, por tanto, es indeseable y expresa una incapacidad.

Así es, en efecto, cuando se trata de un síntoma de enfermedad depresiva: la persona sufre por su apatía, desearía ser más activa y reactiva, pero no lo consigue. La apatía puede sobrevenir tras un agotamiento nervioso; bastante a menudo, se alterna con periodos de hiperactividad emocional, unas alternancias difíciles de comprender por el entorno.

Puede ser también que la apatía sea solo en apariencia: una máscara tras la cual los estados de ánimo son intensos, como sucede con los tímidos, los fóbicos o los hipersensibles. Pero la apatía también puede elegirse.

En nuestra época tan agitada, que valora la acción, la motivación y la expresión de uno mismo a toda costa, tendemos a considerar la apatía una carencia, un problema.

Apatía: cómo desligarse de las pasiones

En la Antigüedad, la apatía se percibía como un ideal, ya que la capacidad de desligarse de las pasiones y emociones, de no reaccionar de forma excesiva a los acontecimientos de nuestra vida, se consideraba una virtud. Los filósofos estoicos alentaban a sus discípulos a cultivar una forma de presencia impasible ante los avatares de la existencia y a no dejar que sus acciones fueran dirigidas por las pasiones sino por la razón.

En el budismo, el apaciguamiento del espíritu –samatha– que conduce a la visión justa –vipassana– se halla muy cerca de este objetivo. En ese sentido, la apatía puede ser un estado buscado o, al menos, tolerado. Ocurre, por ejemplo, en la meditación de conciencia plena, en la que uno se entrena a presenciar los acontecimientos sin reaccionar, sin juzgarlos ni controlarlos.

Visto desde el exterior, puede parecerse a la pasividad, pero en el interior es evidentemente algo muy distinto:

Se trata de una actitud activa, de toma de conciencia y de distancia de aquello que estamos viviendo y sintiendo, instante tras instante.

La experiencia meditativa nos recuerda el interés que puede tener adoptar a veces una posición existencial próxima a la apatía, tal como era percibida en la Antigüedad.

Escuchar la apatía trae beneficios

Es una actitud mental que permite observar mejor el flujo de nuestros pensamientos y emociones, sin embarcarnos en ellos, por eso interesa a los psicoterapeutas.

La apatía ayuda a los pacientes a conseguir un mayor equilibrio emocional.

Es una posición en la que nos concedemos el derecho a no actuar, a no intervenir, nos damos un tiempo para decidir qué hacer. En meditación, se dice que nos esforzamos en “responder”, con discernimiento, en vez de “reaccionar” de forma automática.

Cuando estamos tristes, nos vence cierta apatía –que se convierte en parálisis en la depresión, esa tristeza crónica–. Deseamos estar solos, tranquilos, replegarnos en nosotros mismos.

Esa apatía no hay que rechazarla de inmediato en nombre de la necesidad de “positivizar” a todas horas, porque es la que nos obliga a escuchar a nuestra tristeza en lugar de desoírla y pasar a otra cosa.

Nos impulsa a dejar de actuar y de interactuar para plantearnos las cuestiones de fondo: ¿Qué es lo que no funciona en mi vida en este momento? ¿Por qué estoy tan triste?

Luego sí, deberemos alejarnos de la apatía para poner en práctica las respuestas a esas cuestiones –si las hemos encontrado– o para reincorporarnos a la vida –si esas respuestas son de momento inaccesibles–. Porque la apatía solo es útil y fecunda cuando es un estado pasajero y no crónico.

Así, puede ser interesante permitirnos momentos de pasividad, que en realidad serán instantes en los que autoricemos a nuestro espíritu a estar únicamente en la presencia, la observación y el sentimiento, y no en la intervención o el control.

Esos momentos tienden a ser cada vez más raros en nuestras sociedades, que nos exigen ser constante e inmediatamente reactivos, en todos los terrenos: emocional, psicológico, conductual, social.

La consigna actual es, pues, estar “conectados”, ser “reactivos”… ¡Pero siempre hay que desobedecer las consignas! O, al menos, de vez en cuando. Nuestra libertad individual y psíquica depende de ello.

Por esta razón, paradójicamente, la apatía puede representar un enriquecimiento en nuestras vidas. Es como una pausa en el curso acelerado de nuestras jornadas.

En lugar de rechazarla, si la habitamos con estados de ánimo positivos –curiosidad, paciencia, tranquilidad–, nos ayudará a comprender y a saborear mejor nuestra existencia.