Madurar significa trascender las máscaras que nos creamos a modo de coraza para entender que los demás –y sobre todo nuestros hijos– tienen sus propias carencias y necesitan de nuestra disponibilidad emocional.

Una coraza contra el desamparo

Hay algo que tenemos en común todas las personas: todos hemos nacido de una madre, todos hemos tenido una infancia y todos hemos vivido un abismo entre aquello que esperábamos recibir en confort, brazos, leche, presencia, mirada, disponibilidad, cuidado y atención… y aquello que realmente experimentamos.

Todos, cuando fuimos bebés y luego como niños pequeños, nos vimos obligados a desplegar ciertas estrategias de supervivencia, incluso en situaciones de carencia afectiva, de desamparo emocional, de falta de amor o comprensión sobre la realidad del niño que fuimos.

Esa ‘estrategia’ la desarrollamos a través de actitudes, comportamientos y formas de relacionarnos que nos fueron útiles: algunos fuimos más aguerridos para ganar las primeras batallas; otros, más pasivos para generar compasión; otros recurrimos a las enfermedades, o a llenarnos de comida, o a evadir la realidad y vivir en una burbuja de fantasía...

Todas estas actitudes tenían un claro propósito: obtener amor para sobrevivir al desamparo y sin sufrir demasiado.

Así fuimos creando nuestro “personaje”, con el que hemos afrontado las circunstancias de la vida. Todos nosotros hemos usado –y seguimos usando– ese “personaje”, que cuidamos como si fuera nuestro mayor tesoro; el personaje –o “máscara”– ha sido nuestro principal refugio, y no es poca cosa cuando somos niños. Es nuestra coraza contra el desamparo.

El problema es que nos convertimos en adultos y seguimos creyendo que debemos hacer frente al mundo con las mismas herramientas infantiles que nos fueron útiles en el pasado.

Y por esto último nos aferramos aún más a nuestra coraza.

  • Si somos la “amazona” que defiende las causas justas a capa y espada, estaremos subidas a cualquier causa, propia o ajena.
  • Si somos el “débil enfermo” de asma, afrontaremos los acontecimientos desde la debilidad y el no poder hacernos cargo de nada.
  • Si somos el “adicto a la evasión”, allí iremos con nuestras sustancias tóxicas para estar por encima de la realidad.

Lo llamativo es que, siendo personas adultas, continuamos jugando al mismo juego de cuando éramos niños.

Y resulta que, cuando descubrimos que ese personaje con el que nos hemos vinculado y esas corazas que llevamos siempre pegadas para no sufrir nos los pusieron mamá, papá, el abuelo paterno o quien sea..., creemos que la culpa es de ese familiar.

Aquí empieza la tarea más ingrata: reconocer que hemos dedicado gran parte de nuestra energía vital a lustrar, embellecer, adornar y completar la coraza que nos permitió sobrevivir en el pasado, porque en ese momento la necesitábamos más que el aire que respirábamos.

Sin nuestro personaje, sin nuestro “refugio”, no sabíamos vivir. Pero a día de hoy aún no sabemos quiénes somos, ni con qué nuevos recursos contamos, ni sabemos cómo relacionarnos con otros, ni cómo trabajar, hacer el amor o sostener nuestra moral.

Está claro que, sin nuestra coraza, no nos atrevemos ni a abrir la puerta de casa.

Por eso, cuando un terapeuta nos muestra cómo se gestó esa coraza y cómo hemos jugado las escenas familiares que hoy quizá nos producen más sufrimiento que amor, nos enfadamos y empezamos a defender a nuestra madre diciendo: “Algo bueno debe de haber hecho; a fin de cuentas soy un buen ingeniero, tengo tres hijos, una mujer cariñosa y un máster en Estados Unidos”. Sí, claro.

Entender a nuestro personaje

Todo lo bueno que ha hecho nuestra madre está muy bien y se lo agradecemos mucho y por eso la queremos, pero estamos tratando de identificar los beneficios que obtuvimos de la coraza para comprender por qué nos resulta tan difícil deshacernos de ella, así es que volvamos a lo nuestro.

Lo que necesitamos ahora es detectar nuestra coraza, su funcionamiento y, sobre todo, para qué nos sirvió en el pasado.

Solamente entonces podremos vislumbrar todo lo que esa misma coraza nos impide hacer hoy. Las ventajas y las desventajas de ese personaje infantil.

  • Si soy la “amazona” –o el “guerrero”– y esa coraza me permitió no tener miedo cuando fui niña o niño, hoy ese mismo personaje impide que me relacione cariñosa y suavemente con los demás. Acostumbro a desconfiar y a estar siempre en pie de guerra incluso con mis hijos. Tal vez me queje de que nadie se compadece de mí. Pero lo que sucede es que para los demás no es fácil detectar una grieta en un guerrero o una amazona.
  • Si de pequeño me refugié en la enfermedad a fin de obtener cuidados y atención permanentes, hoy eso mismo puede restar solidez en una relación de pareja o de amistad. Si tomo conciencia de ello, podré reconocer que no soy capaz de ser generoso ni siquiera con mis propios hijos y que es hora de dar algo positivo y nutritivo a los demás.
  • Si mi mayor refugio han sido las adicciones para aliviar mis pesares, quizás hoy pueda darme cuenta de que en mi mundo no existían más que mis propias satisfacciones y que, si dejo de lado mis corazas, sabré que otros necesitan también ser tenidos en consideración. De no ser así, mis hijos quedarán atrapados en mi vida.
  • Si he vivido construyendo mi propia fantasía para no sufrir, hoy me parecerá que el destino está en mi contra y que en mi entorno suceden muchos acontecimientos que no puedo prever ni comprender, simplemente porque no he tenido la costumbre de mirar a mi alrededor con atención e interés.

De este modo, poco a poco, podemos reconocer el grado de amparo que la coraza nos ha otorgado, pero también la desventaja de permanecer “acorazados”.

Deshacerse de las corazas es tan difícil que los movimientos suelen ir hacia delante y hacia atrás.

Ante situaciones críticas es de esperar que nos aferremos de nuevo a nuestro traje, como si dijéramos: “sí, soy supermán y no me importa lo que piensen los demás”. En los momentos en los que nos sentimos frágiles nos metemos otra vez en nuestra cueva infantil.

Ello significa que nos volvemos a colocar la coraza y nos encerramos. De nada sirve que otros intenten sacarnos de allí. Mejor es comprender que los tiempos son muy personales y que, ahora, necesitamos “regresar al refugio”, pues... ¡qué suerte que lo tenemos! No hay ninguna prisa para hacer movimientos.

Cómo cambiar nuestro personaje

¿Para qué sirve deshacernos de esas corazas infantiles que nos han amparado durante tanto tiempo? En verdad, se trata de una decisión personal, relacionada con nuestra intención de madurar.

Cumplir años no significa necesariamente convertirnos en personas más maduras. Pero mirar con honestidad a nuestro pasado, reconocer nuestras fragilidades, ser conscientes de a quién podemos estar haciendo daño si permanecemos en nuestros refugios infantiles y tomar la decisión de priorizar también las necesidades o los deseos de los demás… eso es madurez.

Nadie está obligado a ser maduro, pero sí podemos afirmar que este mundo necesita personas responsables.

Lamentablemente, somos muchos los adultos que seguimos viviendo desde el miedo emocional que tuvimos cuando fuimos niños. Y si continuamos así, buscando siempre amparo, protección y comprensión, no dejaremos lugar a quienes son niños hoy.

Nuestro desafío es comprender el desamparo vivido de pequeños y reconocer que contamos con recursos emocionales que no teníamos entonces para dejar obsoletas esas corazas.