Es de noche y vuelves a casa sola. No te pones los cascos porque estás alerta casi de manera inconsciente. Alguien camina detrás de ti. Escuchas el sonido de los pasos, la cadencia e imaginas que se trata de un hombre. Un hombre que camina justo detrás de ti en una acera vacía una noche cualquiera.

No necesito escribir más: ya todo el mundo tenemos en mente una escena de violación. Esta es, tal vez, la violencia machista más presente en nuestro imaginario.

Pero entre la violación como algo abstracto y las violaciones reales hay una desconexión.

La cultura de la violación en nuestra sociedad

En España se contabiliza una violación cada ocho horas. Esto es, más de mil violaciones al año, a las que hay que añadir las violaciones no denunciadas, que suponen nada menos que cinco de cada seis. Haced números: todas las personas que estamos leyendo este artículo conocemos a mujeres, niños y niñas que han sido violadas, o lo hemos sido nosotras mismas.

Y sin embargo, poca gente lo dice en voz alta, nos faltan infinidad de relatos sobre la experiencia vivida y nos faltan los rostros de los violadores que, también por pura estadística, son hombres de nuestro entorno.

De las violaciones conocemos la imagen mítica y los juicios donde la víctima es investigada, cuestionada, vapuleada, acusada y puesta en duda. ¿Qué hay en el abismo que separa la alarma social que provoca la violación del castigo real de las violaciones?

Arquitectura de la violación

La cultura de la violación es un entramado de prácticas sociales que normaliza conductas que tienen que ver con la violación y que afianzan sus bases, sin que estas conductas sean ni parezcan violación. Es su arquitectura, es su esqueleto, es lo que hace posible que las violaciones sucedan.

La dificultad para desmantelar esta estructura es que está enraizada en nuestra manera de vivir en sociedad y de relacionarnos. La cultura de la violación juega con ingredientes tan delicados y tan explosivos como el deseo, el sexo y el amor para disimular prácticas que son las responsables de las violaciones y que consiguen invisibilizarlas.

Porque, asumámoslo: nos horroriza la violación, en abstracto, pero somos una sociedad negacionista de las violaciones. Es como si no existiesen en su realidad concreta, es como si ninguna violación, en minúsculas, fuese real, como si no hubiese sucedido.

El cine, los vídeos musicales, la publicidad... nos muestran un ideal de hombre que, si bien ha ganado en sensibilidad en las últimas décadas, sigue siendo un hombre invencible, que se sale siempre con la suya, que triunfa, que conquista, que sabe perfectamente lo que quiere y va a por ello.

Vivimos en una sociedad, por otro lado, con muy poca resistencia a la frustración, con una piel muy sensible al rechazo y unos egos sobredimensionados no solamente en cuestiones sexuales sino en cualquier cuestión. Es muy difícil que se acepte un no por respuesta ante una petición, sea del tipo que sea.

Un “no” se entiende como un “todavía no”

Un “no” se interpreta como una especie de invitación a insistir sobre la propuesta a la que ya se ha respondido que no. Nos cuesta admitir el rechazo especialmente de cara al entorno, en un proceso que azuzan las redes sociales. Cada vez hablamos menos de nuestros fracasos, de nuestros pasos en falso, de nuestras miserias cotidianas, de nuestras debilidades, de nuestros errores.

La narración bravucona de nuestros éxitos, reales o ficticios, es más importante que los éxitos en sí mismos. Somos el espectáculo que ya vaticinó el pensador francés Guy Debord en la década de 1960.

Por otro lado, esa misma cultura audiovisual sigue alimentando un ideal de mujeres cada vez más fuertes y más decididas pero aún dependientes de la mirada y la aprobación de un hombre allá al final del camino, que todavía ganan valor si son deseadas y tienen que hacerse cargo de ese deseo.

Y, simultáneamente, sobre las mujeres aún sobrevuela el mito de Eva, la tentadora, la corruptora de hombres, la irresistible… la culpable, al fin, de que Adán caiga en la tentación y realice el acto monstruoso del que ni siquiera será responsabilizado.

Esta construcción de la masculinidad y de la feminidad a la que estamos todo el mundo expuesto y con la que somos bombardeadas constantemente cobra unas facturas muy altas. Y es la desaparición del imaginario colectivo del violador real, del concreto, del que nos viola de verdad.

De los novios, los amigos, los padres, los hermanos que violan y nos violan. De todos esos hombres que perpetran los miles de violaciones que se dan cada año. E, incluso, de la desaparición en nuestro imaginario de las violaciones reales.

No siempre hay callejón oscuro

A pesar de esos crímenes que han calado en nuestra memoria colectiva, como el reciente asesinato de Diana Quer, el 80% de las violaciones contabilizadas no encajan con el relato que inicia este texto.

No suceden en un callejón oscuro volviendo a casa por la noche ni las comete un extraño: la violencia sexual se produce, en su gran mayoría, de puertas adentro y por parte de hombres conocidos: padres, amigos de los padres, abuelos, maridos y empleadores, entre otros. A mayor situación de vulnerabilidad, más fácil resulta el abuso y más difícil que haya consecuencias.

Las trabajadoras del hogar son uno de los colectivos que más violencia sexual sufren y que menos pueden denunciarlo, como también son especialmente vulnerables las criaturas, rostros que apenas consideramos en nuestro relato imaginario de la violación pero que son los rostros reales de las violaciones.

La violación es una constante en el periplo de mujeres refugiadas y migradas y es un arma de guerra utilizada indiscriminadamente incluso por fuerzas llamadas de paz como los Cascos Azules de la ONU, denunciados por violaciones masivas.

En el entorno de la pareja también se dan violaciones cotidianas. El imaginario ficticio de que los hombres tienen un deseo sexual más alto que las mujeres, así como la idea de que la satisfacción sexual es una obligación de la pareja en general, y de la mujer en concreto respecto al hombre, hace que acceder a tener relaciones sexuales con tu pareja sea algo que apenas se discute.

El famoso mito del dolor de cabeza como excusa para no tener sexo es bien significativo: no son necesarias excusas para no querer tener relaciones sexuales. Cuando decimos que “no es no” nos referimos precisamente a eso.

Por otro lado, los violadores no son esas sombras que nos siguen en los callejones. Incluso en los casos de violaciones por parte de extraños, esos hombres llevan vidas normales, están entre nosotras, tienen parejas, tienen hijos, tienen amigos y amigas que no han sospechado nada.

En algunos casos incluso incorporan esa heroicidad maldita de un Adán echado a perder por culpa de una Eva tentadora, por terrible que suene. Un ejemplo de ello: el asesino confeso de Marta del Castillo, una niña de 17 años, ha llegado a tener un club de fans constituido en su mayoría por chicas jóvenes que le mandaban incluso cartas de amor a la cárcel.

Y no es un caso aislado: vivimos en un mundo donde hay una barrera para traer a la realidad la idea de que esos chicos que representan la masculinidad seductora son un auténtico peligro social.

Lisístrata y el fin de la cultura de la violación

La obra de Aristófanes gira en torno a la huelga sexual, una herramienta que han usado las mujeres durante toda la historia. Todos estos hombres con masculinidades tóxicas, y todas estas representaciones de mujeres en la publicidad, las películas, los videoclips con las bocas abiertas y la actitud aniñada, vulnerable, cuentan con nuestra retribución.

Compramos esos productos, imitamos esas imágenes y deseamos a esos hombre y mujeres. El deseo no es una cuestión química, por mucho que la ciencia insista en mostrarlo así: solo hay que ver que en cada contexto cultural y temporal se consideran bonitos unos cuerpos u otros. La belleza renacentista europea y la actual poco tienen que ver, por ejemplo.

Así que el deseo es una construcción social y, como tal, podemos modificarlo.

Contra la cultura de la violación hay que poner cara y nombre a los violadores, así como a las actitudes que hacen posible su existencia. Y hay que retirarles el deseo, hay que retirarles el aplauso. Hay que aprender a decir que no, a comunicarnos de manera asertiva, y a aceptar el no como respuesta sin que los egos se nos agrieten.

Y hay que creer a las víctimas. Si la violación existe, no tiene sentido que cada vez que alguien nos hable de una violación real pensemos que está mintiendo. Si sabemos que la monstruosidad sucede, no nos queda más: hay que nombrar al monstruo y asumir que los monstruos violadores están aquí, entre nosotros.