La confianza hacia la vida depende de todo un proceso de construcción personal. Entendemos que confiar es “la esperanza firme que depositamos ante una determinada situación, persona u objeto”. E implica una predisposición a actuar de una forma particular en relación a aquello externo o hacia uno mismo. Cada una de estas formas en las que se manifiesta la confianza, parte de una actitud que se ha ido gestando poco a poco desde nuestra más tierna infancia.

¿Cómo aprendemos a confiar?

La confianza no es un comportamiento innato, sino algo que vamos construyendo a lo largo de toda nuestra biografía. Es por medio de la interacción con nuestros primeros cuidadores, generalmente los padres, que desarrollamos la seguridad y confianza necesarias para enfrentarnos a la aventura de vivir.

La falta de confianza viene dada por depositar nuestra seguridad en lo externo, en lugar de buscarla en nosotros mismos.

Los estudios de John Bolwby pueden ayudarnos a entenderlo mejor. Bowlby investigó en profundidad el establecimiento de los primeros vínculos afectivos. La calidad de este vínculo influirá en nuestra predisposición a mostrarnos como seres confiados, aventureros y sociables.

La confianza en que merecemos ser queridos por los demás está íntimamente ligada al tipo de vinculación afectiva de los primeros años de vida. Estas experiencias tempranas producen lo que llamamos en psicología asuntos inconclusos, que son el resultado de situaciones pasadas o conflictos no resueltos. Algunas de estas experiencias pueden ser: el resentimiento, el amor no expresado, las situaciones no aceptadas, el rechazo.

¿Cómo superar la desconfianza?

Si no cerramos adecuadamente estas vivencias personales, la desconfianza puede emerger, impidiéndonos funcionar y relacionarnos bien en el presente. La seguridad no la encontraremos en el exterior, hay que buscarla en nosotros mismos.

Para poder cambiar esta situación es importante que exploremos cuáles son nuestros asuntos inconclusos. De lo contrario, correremos el riesgo de vivir el momento actual en función de los aprendizajes de nuestra infancia y repetir, por lo tanto, las consecuencias de nuestras acciones.

Revisar estas experiencias y zanjarlas posibilitará un cambio de actitud que nos permitirá evolucionar y no tropezar siempre con la misma piedra. Esto será posible solo si asumimos el reto de ensanchar nuestras fronteras personales.

En cierta ocasión, un paciente me comentó su miedo a confiarle a una mujer sus sentimientos. Para quedar con ella inventaba algo como que tenía una entrada sobrante para el cine. Así evitaba decirle que necesitaba verla. Creía que su problema era que no confiaba en “ella”, pero su conflicto era que no confiaba en su capacidad para afrontar un posible rechazo.

Pero es mejor ser rechazado por otros que no aceptarse a uno mismo. Es mejor ser valientes y afrontar nuestra existencia de cara. En eso consiste vivir, al fin y al cabo.