Los seres humanos estamos diseñados para vivir en manadas, porque juntos siempre somos más.

La infancia es el periodo de la vida en que necesitamos la presencia plena de nuestra madre o de la persona que nos cría. “Presencia plena” significa contacto corporal y sensorial permanente. Los niños no “somos” si no estamos relacionados con otro.

La causa de la soledad

Si durante nuestra niñez hemos estado sometidos a niveles de distancia emocional difíciles de tolerar, las heridas quedarán vigentes a lo largo de todo nuestro recorrido vital.

Podemos evocar nuestra infancia intentando vislumbrar si alguna vez hemos sentido a nuestra madre, nuestro padre o al adulto que nos haya criado, compenetrado con nosotros y sintiendo exactamente lo que estábamos sintiendo.

Si la soledad y la distancia emocional se han instaurado desde que fuimos niños, es probable que luego perpetuemos esos escenarios a través de modelos de relaciones parecidos.

La adolescencia es el periodo de la vida en el cual ensayamos formas de amar, es decir, de vincularnos con los demás. Es el momento perfecto para acercarnos ofreciendo nuestras virtudes y para abrirnos a recibir aquello que el otro pueda regalarnos. En esos ensayos preliminares están las semillas de los futuros vínculos afectivos.

Llegar a la edad adulta sin entrenamiento en las relaciones personales nos deja sin recursos, con gran torpeza emocional y desorientados frente a quienes se vinculan con espontaneidad.

Puede suceder que elijamos la soledad como la mejor manera de estar confortables.

Sin embargo –incluso habiendo crecido en la austeridad afectiva– siempre es posible tomar como referentes a otros individuos más entrenados en los intercambios personales y aprender de ellos, aunque al inicio resulte frustrante o agotador. Las recompensas amorosas no tardarán en aparecer.

Cuando hemos sido amados, sentidos, acompañados, acompasados y tenidos en cuenta, luego somos libres para elegir ratos de soledad, momentos de recogimiento y de encuentro con nosotros mismos. El autosostén y la autorregulación son recursos extraordinarios cuando están basados en la seguridad en nosotros mismos, fruto de habernos sentido amados y recibidos.

La soledad no es buena ni mala cuando devenimos adultos. Es una manera posible de vivir la vida.

Puede suceder que elijamos la soledad como la mejor manera de estar confortables. Sin embargo vale la pena observar si quienes circulan en nuestro entorno están anhelando un acercamiento afectivo de nuestra parte. A veces ni siquiera los hemos registrado, preocupados por mantenernos a una distancia óptima a favor de nuestro resguardo.

Algunas veces la distancia es la mejor forma que hemos encontrado para no tener miedo. La cercanía puede resultarnos peligrosa y pensamos que el abismo que construimos entre nosotros y el mundo nos salva de tener que confrontar con nuestros demonios internos.

Si pretendemos mayor cercanía afectiva, tenemos que saber que hay muchísimos individuos en las mismas condiciones que nosotros: anhelando encuentros de corazón. Basta con abrir la puerta y verlos pasar.