Ayer tuve ocasión de contemplar, en plena calle, un pequeño drama de la vida cotidiana. Unos padres sentaban a su hijo de meses en el cochecito. Al instante, el niño rompió a llorar a pleno pulmón. Un llanto penetrante, desgarrador. Pero los padres no parecían nada angustiados, siguieron tranquilamente asegurando al bebé en la sillita.

No pude apreciar ningún motivo que los obligase a sentarle. Ambos estaban allí, papá y mamá. Ninguno llevaba un paquete en la mano, ninguno parecía enfermo ni tenía un brazo vendado. Y era una simple silla de paseo, no la sillita de seguridad del automóvil, donde por precaución –y por obligación legal– tenemos que atar a nuestros hijos, tanto si quieren como si no.

¿Por qué lloran los niños?

Éste es sólo un ejemplo, uno entre cientos, de una práctica muy común en nuestra sociedad, al menos, en las últimas décadas: dejar llorar a los niños.

Según un estudio científico, las madres norteamericanas ignoran deliberadamente el llanto de sus bebés en el 60% de las ocasiones. Y no lo hacen porque en ese momento estén ocupadas, porque les sea (casi) imposible atender a su hijo. Se trata de un acto totalmente deliberado, a propósito, porque sí.

Niños que tienen que ir en el cochecito cueste lo que cueste, que han de caminar porque lo que tienen es cuento, que no pueden comer antes de las tres horas o que tienen que acabárselo todo aunque vomiten. Niños a los que se tiene que bañar todos los días aunque estén limpios.

Niños a los que hay que llevar a rastras a la guardería porque “las abuelas los malcrían”, que no pueden dormir con sus padres porque lo ha prohibido no se sabe quién.

Niños cuyo llanto es recibido con absoluta indiferencia, con un bienintencionado “qué feo te pones cuando lloras”, con burlas e insultos (“llorón, parece mentira, un niño tan grande”); con hostilidad (“¡estoy hasta las narices de tanta tontería!”) o con ciega violencia (“¿quieres que te dé una bofetada, y así por lo menos llorarás con motivo?”).

Ignorar el llanto de un niño es algo inconcebible en otras culturas. Una madre africana probablemente llevará a su hijo a la espalda y dormirá a su lado durante años. Y no piense que es cosa del tercer mundo. En un estudio en Corea del Sur, un país muy industrializado (compruebe de dónde proceden los electrodomésticos de su casa), sólo una entre 218 madres dejaba llorar a su hijo.

Y lo mismo ocurría en nuestro país hace apenas un siglo. Su bisabuela, y probablemente también su abuela, durmió con sus hijos y los llevó consigo, sujetos con una mantilla o un pañuelo, durante meses.

Y algunos se preguntan, ¿por qué lloran los niños? Extraña pregunta porque la respuesta es que lloran por lo mismo que nosotros. Los niños no son marcianos; pertenecen a nuestra misma especie y tienen muchas cosas en común con nosotros.

¿Por qué llora usted? Por la muerte o el abandono de un ser querido, por un dolor físico o anímico, por una grave desgracia. Llora porque sufre. Más raramente llora por solidaridad con el sufrimiento ajeno –por ejemplo, viendo una película– o por una fuerte emoción. En contadas ocasiones, llorará de alegría. Pero estos dos últimos tipos de llanto son diferentes, no hay gritos y lamentos, sólo lágrimas “que se escapan”.

¿Para qué sirve llorar?

Los motivos concretos por los que llora un niño son, a veces, distintos de los del adulto. Mientras uno llora porque se ha derrumbado su casa, el otro llora porque se le ha caído una torre de bloques de juguete. Pero la causa profunda es la misma: ambos lloran porque se sienten desgraciados. El que se siente feliz no llora, sino que ríe.

Pero el fenómeno de llorar admite otro nivel de explicación. Sí, una persona llora porque sufre. Pero, en general, ¿por qué el ser humano llora? Si los dientes son para masticar y los pies para andar, ¿para qué es el llanto?

Llorar sirve para mostrar a otros seres humanos que estamos sufriendo y, así, intentar conseguir su ayuda.

A veces, el que llora recibe ayuda física: comida, abrigo, protección, asistencia médica. Otras veces, la ayuda es espiritual: atención, comprensión, consuelo. Precisamente, porque la función del llanto es obtener asistencia, lloramos menos cuando estamos solos o cuando sabemos que nadie nos va a echar una mano.

Laura está rota por el dolor; su hijo de veinte años se mató con la moto hace dos días. Cuando está sola en casa, tal vez se le escapa alguna lágrima pero, desde luego, no grita ni maldice en voz alta contra el cielo y el destino. Sale a comprar y se esfuerza por reprimir cualquier lágrima porque “no puedes ir por ahí dando el espectáculo”. Pero es cuando viene a visitarla una buena amiga cuando Laura llora y grita y se tira de los pelos.

¿Verdad que es completamente normal? Nadie diría: “Son lágrimas de cocodrilo, no le pasa nada, tendrías que haberla visto hace un rato, comprando tan tranquila en el supermercado. Llora para castigar a su amiga por no haber venido antes, para hacer que se sienta culpable”.

Pues lo mismo ocurre con el niño que en la guardería juega, corre y sonríe y, al ver a su madre, se le tira en brazos y llora desesperado. Claro que le pasa algo. Claro que está llamando la atención en el más estricto sentido del término: está diciéndole a su madre que necesita atención.

Por desgracia, mucha gente recomendará a esa madre que no preste atención a su hijo, precisamente porque llora. Y ella le estará negando a su propio hijo lo que en ese momento más necesita.

El falso mito del desahogo

Muchas veces se dice que llorar sirve para desahogarse, que “después de un buen llanto te sientes mucho mejor”. Se recomienda, con la mejor intención, no consolar a los niños para que puedan llorar “todo lo que necesitan”. Por desgracia, esta creencia trae en ocasiones una consecuencia negativa. Para concretar, analicemos el caso de Laura.

¿En cuál de las siguientes circunstancias cree que Laura se sentiría mejor?

  1. Tras llorar un rato sola en su habitación.
  2. Tras llorar un rato abrazada a su amiga.
  3. Tras llorar un rato junto a su amiga, que ve la tele sin hacerle ningún caso.

No es el hecho en sí de llorar lo que alivia nuestra pena, sino el contacto, la atención y las palabras amables que otras personas nos ofrecen cuando lloramos. En la tercera situación, Laura no sentirá ningún alivio, es más, a su pena inicial se añadirá la de sentirse desatendida, despreciada y traicionada. Laura no podrá seguir creyendo en la amistad de esa persona.

Los niños continúan creyendo en el amor de sus padres cuando son ignorados –no conocen otra manera de ser amados–, pero lo cierto es que “dejarles que se desahoguen” es no atender sus necesidades.

¿Cómo consolar adecuadamente?

No creo que llorar sea bueno, ni para los pulmones ni para el alma. Lo que es bueno es el consuelo que te ofrecen cuando lloras. No estoy de acuerdo, por tanto, con quienes afirman que consolar a un niño es impedirle llorar, taponarle la boca, imposibilitar que manifieste sus emociones.

Pero, cuidado, hay casos en los que sí que se les tapa la boca. El consuelo debe ser adecuado al problema, lo mismo para los niños que para los adultos. Sería absurdo intentar confortar a una viuda desconsolada contándole chistes, o limitarse a abrazar y consolar al que llora de hambre.

No podemos responder automáticamente a cualquier pesar de un niño haciéndole cosquillas, poniéndole un chupete o diciendo “no ha sido nada, no ha sido nada”. ¡Porque, a veces, sí que ha sido algo!

A menudo, es difícil saber por qué llora un niño pequeño. Su respuesta suele ser la mejor guía: si no se calma con un método, pruebe con otro. A veces, todo parece fallar y lo único que nos queda es abrazarle, hablarle tiernamente y esperar.

Evitar frustraciones

El llanto de un niño es uno de los sonidos más molestos de la naturaleza. Está diseñado para no dejarnos impasibles. Por eso es imposible pensar que tu hijo sufre y permanecer igual. No obstante, los partidarios de dejar llorar a los niños siempre insisten en que éstos no sufren: el niño tiene cuento, son lágrimas de cocodrilo, llora para manipularte...

Nadie dice: “Tu hijo está sufriendo, lo está pasando fatal, pero déjalo llorar porque así tú estarás más tranquilo”.

Ningún padre antepondría su propio bienestar al de su hijo y porque además los padres no están más tranquilos cuando oyen llorar a su hijo. Porque aunque intelectualmente piensen –o les hayan hecho pensar– que el niño no tiene nada, el llanto sigue siendo uno de los sonidos más desagradables de la naturaleza.

Así que los padres a los que se ha prohibido una respuesta normal al llanto –“no lo cojas”, “no lo duermas en brazos”, “no le des de comer antes de cada tres horas”, “no lo acuestes en tu cama”, “no lo saques de la cuna...”–, fácilmente acaban dando una respuesta anormal.

Los padres sienten hostilidad (“¿y ahora qué le pasa?”) y el niño cada vez llora más puesto que sabe que sólo si llora muchísimo puede conseguir algo. Entonces, los padres se sienten frustrados y estafados porque, a pesar de hacer todo lo que les han dicho “para no malcriarlo”, el bebé parece cada vez más “malcriado”.

En un reciente estudio se comprobó que los bebés de Londres lloraban cada día, durante el primer trimestre, una media de 40 minutos más que los bebés de Copenhague. Los científicos atribuyen la diferencia a la forma de criarlos: los niños de Copenhague pasan diariamente una media de 80 minutos más en brazos, y duermen en la cama de sus padres cinco noches por semana, el doble que los londinenses.

Dejarse guiar por el amor

Al hablar de estos temas suele salir a relucir el que, para algunos, parece ser el argumento definitivo: “Bueno, porque le deje llorar no va a traumatizarse para toda la vida”.

Tampoco tendrá usted un trauma para toda la vida si le roban el coche, ¿verdad? Pero, ¿a que prefiere que no se lo roben? Yo tampoco tendré un trauma si el funcionario del ayuntamiento, en vez de decirme educadamente: “Lo siento, para certificados hay que venir antes de las doce”, me suelta un: “¡Pero qué hace, imbécil, pidiendo un certificado a las doce y media, qué se ha creído!”.

A los adultos hay que tratarlos con respeto y amabilidad, tanto si se traumatizan como si no. Y a los niños, por supuesto, también.

Cuando mis hijos lloran, les hago caso porque están sufriendo, porque son mis hijos y les quiero, no porque crea que se traumatizarán. También por puro egoísmo, porque yo sufro cuando lloran y soy feliz si ríen.

La investigadora británica Margot Sunderland afirma que los niños desarrollan traumas si se les deja llorar repetidamente, opinión que me parece muy interesante. Sin embargo, lo realmente importante para mí es que nada puede cambiar ni un ápice el profundo cariño que siento por mis hijos.