Siempre que nos encontramos con un acto violento en una pareja nos preguntamos cómo es posible que dos personas que dicen quererse puedan tratarse de esa manera.

El inicio de este tipo de agresividad, que a veces termina con el asesinato, se encuentra en los estereotipos de género y en la dificultad de aceptar que el otro es una persona diferente, independiente y no fusionada con nosotros.

El amor y la violencia en la pareja

La poeta uruguaya Cristina Peri Rossi afirma que “el amor es una droga dura”. Yo diría que a veces lo es, justamente cuando no se puede aceptar la diferencia que separa a un sujeto de otro, la alteridad que nos recuerda que somos dos en lugar de uno los que componemos ese vínculo que a veces nos confunde y nos hace creer que somos uno solo fundidos. Con-fusión quiere decir “fusión con” (con ese otro que amo, que me alimenta el alma, que me hace ser).

El amor hace ser hasta tal punto que en casos extremos un hombre puede llegar a creer erróneamente que su mujer es parte de sí mismo, que está para atenderle, para cuidarle y, si no está, es que no le quiere, le hace daño, le odia y despierta todo su odio. Y una mujer, en casos extremos, puede creer que con el amor que su compañero le tiene le hace ser de tal modo que tiene que soportar lo que sea con tal de no perderlo. Si luego él no la trata bien, cree que es porque seguramente ha hecho algo malo y procura redoblar sus cuidados y atenciones.

El anhelo de fusión es especialmente fuerte en la pasión amorosa. Toda pasión tiene un punto de alienación o de locura que el lenguaje registra como folie à deux cuando se refiere a unos vínculos pasionales intensos que afectan a los dos protagonistas de la relación.

Pero como toda pasión es un engaño, a quienes son víctimas de ella sin advertencia ninguna, la realidad se encarga de hacerles sentir que las diferencias son inevitables y con ellas, las frustraciones.

Dependerá del grado de madurez que cada cual tenga para reconocer esta dolorosa verdad para que su comportamiento frente a las decepciones inevitables y/o las separaciones sea de un duelo razonable que ayude a madurar y a distanciarse para no quedar atrapado en un vínculo sin salida o, por el contrario, sean el rencor y la furia.

La mente del maltratador

Los hombres que llegan a matar a su mujer cuando son abandonados por ella son hombres con unos problemas característicos que hasta que llega el estallido de violencia están ocultos porque tienen una pareja que los contiene, los apoya y los acompaña.

Cuando eso deja de ser así porque se separan de ellos o les anuncian su deseo de hacerlo, aparece toda la fragilidad de su psiquismo, el derrumbe de su mundo interior que les lleva a sentir como un ataque personal lo que su compañera les provoca con su separación. Entran en un estado de alienación, víctimas de una creencia que los convierte en victimarios peligrosos. Sienten vergüenza de sí mismos, pero no pueden evitar el acto violento con la supuesta esperanza de recuperar con el asesinato aquellas partes de sí mismos que sienten perdidas en la compañera que se va.

En psicoanálisis se llaman psicosis blancas a aquellas perturbaciones psicológicas que no presentan síntomas mientras se cumplan ciertas condiciones, como por ejemplo que la persona esté apoyada y sostenida por un amor que la haga sentirse sólida y entera, o una habilidad creativa que pueda desarrollar y le satisfaga.

Tanto una pareja como una obra creada sirven de suplencia a una subjetividad fracturada, como una especie de cemento que llenara las fisuras. Cuando no existe esa soldadura, la agresividad que se despierta puede ser muy peligrosa. No es una casualidad que los asesinatos se produzcan después de una separación o cuando la pareja comunica el deseo de separarse.

Sutil maltrato psicológico

También hay otro tipo de hombre maltratador de características más perversas. Sabe perfectamente cómo desestabilizar a su compañera, pero puede dar una imagen cuidada de sí mismo frente a los demás y esconder muy hábilmente sus manipulaciones tendentes a destruir a su mujer, descalificándola cuando habla, desilusionándola cuando pretende ejercer cierta autonomía, hiriendo su autoestima de muchas maneras pero tan sutiles que ella no llega a darse cuenta de qué es lo que la ha hecho sentirse tan mal.

Un tipo de hombre que es capaz de usar técnicas de enloquecimiento, como las utilizadas en la película Luz de gas, en la que la mujer protagonista veía luces de gas que se encendían por la noche intermitentemente, y el hombre que la acompañaba lo negaba, cuando era él mismo quien en realidad las encendía y apagaba.

Esa conducta tiende a hacer enloquecer al otro, hacerle dudar de su cordura, sobre todo porque el que utiliza esa manipulación se muestra con una absoluta seguridad en lo que niega. Este tipo de maltratador no asesina, intenta que su mujer se suicide. Este tipo de maltratador no es inocente, es una persona profundamente perturbada.

No es el caso del anterior, cuya fragilidad a veces puede estar además alimentada por mensajes culturales que lo obligan a actuar de una manera que refuerza todos los estereotipos de género que definen la masculinidad tradicional, y que tanto daño hace a hombres y mujeres.

Todas estas cuestiones quedan absolutamente encubiertas por la cultura en la que estamos sumergidos, que insiste en el amor pasional como paradigma de amor verdadero, alimentado por los mitos del amor romántico que se cantan en canciones, en telenovelas y creencias populares que calan en el inconsciente.

Modelos culturales

Este mito es alimentado además de una manera asimétrica, en la que se distribuyen modelos de comportamiento para hombres y para mujeres que establecen una complicidad que permite el acoplamiento.

El modelo para los hombres consiste en mensajes de dominio de sus mujeres, expresados a través de un control excesivo, de celos injustificados, de una posesividad que se considera normal aunque no lo sea, pero que puede resultar seductora a una mujer que no está advertida de los peligros que la misma implica. “Heraldos negros que nublan la razón y envenenan” es como define Serrat los celos en una canción. “Monstruos de ojos verdes”, los llama Shakespeare. No es lo mismo que un hombre exprese un anhelo de posesión que habla de su deseo de que la mujer que ama le pertenezca, que convertir ese deseo en una exigencia que si no se cumple lo vuelve peligrosamente agresivo.

Los modelos de comportamiento para las mujeres consisten en mensajes de sumisión y entrega a su hombre. La disimetría existe en el hecho de que la alteridad suprimida en el varón lo lleva a creer que su compañera no tiene otro deseo propio que estar pendiente de satisfacer los de él, lo que implica negar que ella pueda tener otros deseos que no lo incluyan o la separen de él. Y en la mujer, por su parte, la alteridad suprimida consistiría en no sentirse autorizada a tener deseos propios que no implicaran su sometimiento a otros o su vocación de servir.

En este sentido, muchas mujeres son víctimas de un complejo de salvadoras, que proviene de un fondo maternal, que las lleva a creer que con su amor al compañero lo salvarán de todo su sufrimiento y, al mismo tiempo, tranquilizan su inseguridad de no ser queridas por sentirse intensamente necesarias en el vínculo con un hombre al que sienten tan desvalido.

Poder, necesidad y autonomía

Esta situación se produce por ejemplo en el caso extremo del maltrato doméstico, cuando el compañero momentáneamente arrepentido le ruega que no le deje, que le perdone, que no volverá a maltratarla. Es la única ocasión donde una mujer maltratada se siente necesitada y con un poder sobre él. Poder que existe más allá de esos momentos puntuales por la dependencia de su hombre hacia ella, pero que es negado por él porque reconocerlo lo humilla como hombre y lo muestra dependiente, cosa que no soporta.

Si a un hombre se le pide y se le enseña que para ser tal tiene que dominar, que saber, que tener éxito, ser productivo, no ser contradicho, ser potente, hipersexuado, promiscuo incluso, ser duro, todas aquellas insignias que le exigen que ahogue su sensibilidad y sus límites, es evidente que cuando esto no sucede no le quedan recursos simbólicos para reconocerse y eso despierta una enorme violencia en él. La solución entonces no es que las mujeres dejen de aspirar a la autonomía, sino ayudar a los hombres a desarrollar la suya fuera de la promoción del dominio de los demás como valor fundamental. Porque el machismo mata no solo la subjetividad de los hombres que lo padecen sino también la vida de sus compañeras. Y la sujeción al estereotipo de la feminidad de las mujeres que exige que sean destinadas a servir a otros como único deseo reconocido como válido solamente puede generar una dependencia infantilizante que perjudica la autoestima femenina y no deja crecer tampoco a los hombres que se instalan en una posición de niños grandes.

Las mujeres y el amor

Las mujeres somos mucho más vulnerables a la expectativa de amor porque desde la cuna se nos enseña que tenemos que esperar al príncipe azul que nos rescate, que nos dé una valía que por sí solas creemos no tener. Se nos insiste en la sumisión como un valor incuestionado, en la entrega incondicional, en tener paciencia, aguantar lo que sea para salvar el matrimonio a veces en nombre de nuestros hijos, a veces porque nuestra propia madre pasa factura del maltrato recibido y cree que es un destino inevitable para cualquier mujer.

Todas estos mensajes favorecen un caldo de cultivo que genera las condiciones para la idealización del hombre que nos ama hasta tal punto que cuando aparece el maltrato, el derrumbe moral y doloroso que ello provoca a la mujer que lo padece condiciona que se engañe a sí misma pensando que algo debe estar haciendo muy mal, algo debe de fallar en su entrega en la relación para que se la trate de esa manera. No se trata de masoquismo, es estupor doloroso que provoca que se confunda con el agresor y que se culpabilice a sí misma en un intento desesperado de salvar la relación.

Se puede prevenir

¿Cómo se previene todo esto? Desde una vertiente educacional que advierta de la trampa de los estereotipos convencionales, que son alienantes para ambos sexos, y desde una vertiente terapéutica que ayude a hombres y mujeres a transitar un camino de crecimiento y reeducación emocional que les dará la posibilidad de “des-sujetarse” de lo que los obliga a actuar de maneras tan infelices para ambos.

La terapia no deja de ser una ocasión privilegiada para transitar por un camino de crecimiento personal apoyado u apoyada por un testigo con quien se establece un vínculo muy profundo que permite interiorizar emocionalmente otras maneras de verse a uno mismo y al otro.