Si, cuando aparece la tristeza, te permites sentirla y expresarla, te ayudará a superar el dolor por algo que has perdido y podrás descansar emocionalmente.

La depresión, en cambio, no se apoya en tus emociones sino en creencias e ideas preconcebidas que niegan la realidad. Aparece cuando a pesar de tu sufrimiento, no lo expresas, te autoexiges estar bien y canalizas la pena y la rabia hacia ti y no contra lo que te causa dolor...

El miedo a expresar las emociones y la tristeza

En nuestra cultura, una de las emociones más temidas y rechazadas es la tristeza; entre otras cosas, porque tenemos la fantasía de que si entramos en ella vamos a caer en la depresión de forma irremediable.

A veces la depresión surge por el mero hecho de no dejar entrar el dolor ni el llanto, que son expresiones propias de la tristeza.

Las sociedades con más arraigo a la naturaleza, que viven más en el presente y con más aceptación, admiten que vivir comporta experimentar pérdidas, dolor, obstáculos, enfermedades y muerte. No se sorprenden ante su llegada y se dan permiso para entristecerse, pasarlo mal y expresarlo.

Justamente por ello, cuando la vida es fácil o agradable, o les trae algo bueno, son capaces de vivirlo con plenitud y mucha alegría.

No hay que olvidar que el esfuerzo por negar la expresión y vivencia de la tristeza conlleva necesariamente la eliminación de la expresión del resto de las emociones. Estamos controlando la capacidad de sentir o no, es decir, nos congelamos para todo.

Diferenciando entre tristeza y depresión

Pero ¿qué es la tristeza? ¿Y qué diferencia hay entre la tristeza y la depresión?

La tristeza es una de las emociones básicas. Como las otras, siempre surge en relación a algo o a alguien y tiene una función adaptativa al entorno, es decir, nos permite adaptarnos al medio y poder reaccionar frente a él.

La tristeza facilita un descanso emocional para aceptar situaciones que no podemos cambiar y que no dependen de nosotros. Es una emoción que tiene que ver más con el pasado que con el presente y el futuro.

Su función básica es permitir a la persona soltarse y aflojar para lograr desprenderse de algo o de alguien que tuvo... y ya no está.

  • Relaja la musculatura y la tensión, al tiempo que expresa la ausencia y la sensación de pérdida.
  • Nos lleva a la interiorización, al recogimiento y a poner la atención en nosotros mismos en lugar de estar pendientes del afuera.
  • Nos permite elaborar la pérdida de algo o de alguien conectándonos con la fragilidad y la vulnerabilidad y llevándonos, a veces, a buscar apoyo.

Las emociones básicas adaptativas son siempre transitorias y químicamente no duran más allá de 90 segundos.

Una emoción registra una subida y una bajada, es decir, un punto de alta intensidad desde el cual se va apagando. Todo este proceso se da en 90 segundos, siempre que nos permitamos su expresión, la reconozcamos y aceptemos nuestro estado.

Las emociones básicas adaptativas siempre son cortas e intensas. Por tanto, la tristeza que podemos sentir ante una pérdida o ante algo que nos ocurre en nuestro ambiente será también corto e intenso.

El miedo a la tristeza es contraproducente

Sin embargo, cuando imaginamos estar tristes nos cuesta creer que será un estado transitorio, por eso nos resistimos a entrar en el “túnel”, tememos no ser capaces de salir de él. Para demostrar lo equivocados que podemos estar, veamos como ejemplo la vivencia de una emoción más “fácil” de experimentar como es la alegría.

Cuando celebramos un acontecimiento agradable, nos ponemos alegres. Pero por desgracia, no conseguimos permanecer siempre en ese estado. Lo mismo ocurre con la tristeza si nos permitimos adentrarnos en ella: aparece, se queda un tiempo, después desaparece y estamos listos para vivir otra cosa.

Cuando surge la tristeza es porque estamos sintiendo un dolor por algo perdido, lo que no es agradable. Por eso habitualmente queremos taparlo, para evitar lo antes posible esa incomodidad. La tristeza nos obliga a enfrentarnos a una sensación de vulnerabilidad y fragilidad que lleva a una cierta inactividad y, también, a sentir la necesidad de los demás.

Las culturas han creado distintos rituales para facilitar la vivencia de la tristeza y las sensaciones que conlleva y que ayudan a transitarla. Es el caso de los entierros, en los cuales antes se pagaba a las plañideras para que lloraran en el funeral, lo que contribuía a que las personas pudieran expresar sus sentimientos. También los familiares se vestían de negro durante un tiempo como manera de mostrar al mundo su dolor.

Desprendiéndonos de la responsabilidad de ser felices

En nuestra sociedad actual, donde se nos exige una actividad constante y positividad, la tristeza no tiene buena prensa, ya que conecta con todo lo contrario (dolor, inactividad, vulnerabilidad, interiorización...).

Esto provoca que transitarla se haga más difícil de lo normal. En otras sociedades donde los valores son otros, tienen un ritmo de vida menos acelerado y las personas están más orientadas a la mera supervivencia, la tristeza no tiene ese punto de tabú.

La racionalidad y las normas sociales no encorsetan de manera tan flagrante la expresión de las emociones instintivas que a veces nos invaden.

¿Dónde nace la depresión?

Lo que caracteriza la depresión es un estado de profunda tristeza. Sin embargo, a diferencia de la tristeza que hemos definido, no estamos ante un estado adaptativo al medio, sino que en la mayoría de los casos el origen de este sentimiento se deriva de las creencias que tiene la persona, tanto sobre la vida como sobre sí misma.

Aunque pueda haber excepciones y otras causas, por mi experiencia en consulta, las personas depresivas presentan una baja autoestima, además de una pérdida de interés por todo y un decaimiento anímico. Lo que la persona se dice a sí misma en muchos casos es: “No puedo, no soy capaz, no lo voy a conseguir, no vale la pena hacer nada...”. Esto es lo que relata el depresivo en primera instancia.

Pero en cuanto se profundiza un poco, tal y como señala la terapeuta gestáltica chilena Adriana Schnake, la persona presenta otra polaridad más oculta que evidencia una clara omnipotencia cuando se le da voz.

Sus “No puedo” son una consecuencia de esta parte omnipotente.“Debería ser capaz de cualquier cosa, tendría que poder con todo”. El omnipotente ha idealizado tanto lo que tendría que ser su vida y él mismo –y, por lo tanto, el mundo que le rodea– que se exige casi ser un dios y que su existencia se convierta en un paraíso.

No acepta el hecho de no poder cambiar el mundo según su ideal. Por consiguiente, esa parte sobreexige a la otra convertirse en una persona que necesitaría hacer un esfuerzo sobrehumano para ser real.

Aunque no lo parezca, la parte depresiva es la parte más sabia y humana de la persona, aquella que se resiste a responder a tanta exigencia y por ello se vuelve inactiva.

El omnipotente se enrabia con el mundo y con él mismo, y en lugar de dirigir esa rabia contra el exterior y hacia la acción, lo que hace es dirigirla hacia sí mismo. Esto se denomina retroflexión.

El lastre del comportamiento omnipotente

Lo veremos mejor con la historia de Marga, una mujer que perdió a su madre después de una larga enfermedad. Al cabo de unos años de su muerte, Marga cayó en una depresión, no conseguía salir de la tristeza profunda. La vida para ella había dejado de tener sentido a pesar de ser una profesional de éxito y de tener una familia.

Se sentía culpable por no haber hecho todo lo posible por salvar a su madre. Estaba convencida de que podía haberlo logrado. Por tanto, estaba teniendo un comportamiento omnipotente. Se decía a sí misma que si la hubiese cuidado más, su madre aún estaría viva.

La culpa le impedía conectar con el dolor y la tristeza de la pérdida, algo que la hubiera llevado a realizar un duelo sin complicaciones, que le que permitiría estar en paz con lo ocurrido. En lugar de eso, se quedó apegada a una creencia que aseguraba que “ella era capaz de salvar a las personas”.

Como esa creencia se mantuvo en el tiempo a través de pensamientos del tipo: “Tendría que haber hecho...”, “Tendría que haber podido...” y otras exigencias, la parte sana y humana de Marga se deprimió.

Se estaba agrediendo y castigando a sí misma en lugar de dirigir la agresión contra el mundo por ser como es... incluida la muerte. No entró a sentir la rabia ni el dolor de la pérdida porque, en realidad, no había logrado aceptar la situación a pesar de los años que ya habían pasado.

Aceptar el cambio, aceptar la vida

Para empezar a salir de la situación en la que se encontraba, fue necesario que expresara su enfado ante lo ocurrido, que se cabreara con la vida por ser como es. Y después, que se reconociera humana: alguien que no puede decidir sobre la vida y la muerte.

Se tenía que dejar de exigir lo imposible. Era necesario aceptar que los humanos nos morimos y que la vida también comporta enfermedad, vejez, muerte, dolor y pérdidas que no tenemos el poder de cambiar.

Se trata de conectarse con la tristeza y la rabia más primarias y mantenerse más conectado con lo que es la realidad y la propia naturaleza de las cosas.

Cuando no aceptamos aquello que no podemos cambiar, y nos agredimos a nosotros mismos diciéndonos que tendríamos que ser de otra manera y que el mundo tendría que ser diferente del que es, estamos usando la rabia para tapar la tristeza.

La rabia es una emoción que sirve para darnos fuerza para poder cambiar las cosas.

La tristeza, en cambio, nos permite aceptar aquello que no podemos modificar, desprendernos de ello colocándonos en un lugar de humildad respecto al mundo. Nos facilita reconocernos como seres humanos cuya característica principal es la limitación, a diferencia de los dioses todopoderosos.

Tal vez sería un buen antídoto para la depresión celebrar la llegada de la tristeza que nos afloja y nos da descanso