Alrededor de un 12% de los adultos sufre dolor crónico. Y en España, más de cuatro millones de personas consumen unos 150 millones de analgésicos al año.

Una sociedad dolorida

Aunque el dolor pueda identificarse, y tratarse, como un problema exclusivamente corporal, no hay que olvidar que nuestra parte física constituye el principal soporte del psiquismo, de los aspectos mentales y emocionales y de nuestra identidad. Por eso, la medicina psicosomática presta una atención especial a la relación existente entre los conflictos psíquicos y el cuerpo doliente.

Mientras que el dolor agudo actúa como síntoma y puede tener un carácter protector –como cuando apartamos la mano del fuego–, el dolor crónico constituye en sí mismo una enfermedad, el cuerpo se convierte en enemigo y aparecen el resentimiento y la rabia.

Cuando la persona identifica la fuente externa del dolor, responde con agresividad e ira, pero cuando el dolor viene de dentro, aparecen la queja y la irritación depresiva.

Con suerte, los analgésicos suprimirán parcialmente el dolor, pero, además de provocar efectos secundarios, no resolverán el origen de la enfermedad o del problema.

Diferentes percepciones

La importancia de la relación mente-cuerpo se observa, por ejemplo, en el caso de los niños con malestar abdominal recurrente, la mayoría de los cuales presenta elevados niveles de ansiedad y trastornos del ánimo.

También el temperamento sensible de las personas con fibromialgia hace a estas pacientes especialmente vulnerables al estrés y al trauma, con un acusado aumento de la sensibilidad al dolor. El hecho de que el más suave estímulo se vuelva doloroso pone en evidencia hasta qué punto la experiencia del dolor es compleja e individual, e involucra aspectos sensoriales, emocionales y sociales, presentes y pasados.

Un gran número de estudios ha puesto de manifiesto que la percepción del dolor no se correlaciona tanto con las causas físicas como con los estados emocionales, a veces ocultos, que arrastra la persona, el grado de estrés, la ansiedad o la depresión.

La mejoría de los síntomas depresivos es capaz de reducir el dolor y favorece el estado de salud y la calidad de vida, lo que resalta la importancia de la psicoterapia y las técnicas cuerpo-mente en el tratamiento integral del dolor.

Estos datos justifican la actual concienciación tanto de los profesionales de la salud como de la sociedad para ampliar la perspectiva de comprensión y curación del dolor.

Una estrategia biológica

Para quien lo sufre, el momento del dolor es inevitable, le pertenece como el aliento y tiene como fin avisar de que algo va mal. En cambio, el sufrimiento que lo acompaña es opcional, una elección que puede durar un tiempo limitado o toda la vida, y que sirve como revelador de un posible sentido.

Como estrategia biológica inteligente, el organismo se defiende y el dolor forma parte adaptativa de su programa. Es un lenguaje, un circuito integrado al que es necesario reconocer y dotar de significado.

La escucha de su mensaje cifrado alerta del dolor de huesos como expresión del miedo, de la relación entre el dolor de corazón y la tristeza, del dolor biliar y del hígado ligado a la rabia, a la ira y la agresividad, del dolor digestivo que manifiesta lo que no puedo tragar ni digerir en mi vida... Es la enfermedad codificada que se expresa a través de la función biológica del órgano.

Preguntas por responder

El dolor no es objetivo, sino que pertenece al ámbito de lo subjetivo, a la experiencia afectiva que traduce lo que le sucede al cuerpo, en conciencia.

Es el grito del órgano enfermo, pero también incluye una función psicológica al actuar como llamada de atención de vuelta al propio individuo, e incluso espiritual, como ejercicio de interiorización y reconocimiento de la propia identidad. El dolor como pregunta, en un interrogatorio despiadado al que es preciso encontrar respuesta.

Cuando el dolor es muy agudo, casi eléctrico, puede llevar a desear la propia muerte; destruye la vida, la enajena y enfrenta al paciente con su propio límite. Puede resultar humillante y devaluar a la persona hasta convertirla en una caricatura de sí misma, anular su desarrollo y devolverla, sin contemplaciones, a sus orígenes.

El dolor anula los esfuerzos de la razón y puede devastar la relación social y familiar, sexual y moral. Es el gran destructor del sentido y del significado. Su injusticia se recrea haciendo al individuo asocial. Rompe los lazos con el exterior para apuntar de forma exigente a la experiencia interior, sin ninguna consideración.

Y, llegados al extremo, rompe también los vínculos religiosos o espirituales: todas las grandes verdades se desmoronan ante la devastadora amplitud de sus estragos. Las emociones se diluyen y desaparecen el intelecto, el afecto, la amistad y el amor.

El dolor hace aflorar la fragilidad, produce angustia y nos llena de miedo. Su estrategia, como maestro obsesivo del presente, es apagar el futuro y borrar el pasado. El dolor conduce a la depresión a través de la pérdida de control, la enajenación, la indefensión y el desvalimiento.

La mayoría de expertos defienden que es preciso abandonar la falsa idea del dolor bienhechor. Arguyen que raras veces dignifica o ennoblece; en cambio, suele ser destructivo física, psicológica y socialmente. Para estos autores, el dolor es siempre inútil, empobrece y hace que el espíritu más luminoso se convierta en un ser apagado, cerrado sobre sí mismo y enfocado sobre su mal.

Alentados por los constantes avances tecnológicos, suponemos que podemos alejar el dolor consumiendo grandes cantidades de analgésicos, silenciando las llamadas de un cuerpo que nos grita en pos de escucha y atención. Sin embargo, la experiencia del dolor es única y pertenece al ámbito del sentimiento de la persona.

El dolor corporal hace su papel de sensibilización a todos los niveles, agudiza la conciencia que da profundidad y significado a la experiencia, y supone el abandono del deseo y la conexión con el presente, un aquí y ahora concentrado en el punto de máxima aflicción.

Plantar cara al dolor

Afortunadamente, el dolor tiene muchas facetas y puede ser vivido e interpretado de distintas formas. Muchas mujeres viven el proceso del parto, por ejemplo, como una de las experiencias más gozosas y significativas de su vida, lleno de placer, excitación y erotismo. En estos casos, la separación del dolor del sufrimiento que lo acompaña permite hacer frente a la situación dolorosa con entereza y plenitud.

Asimismo, en condiciones extremas, el dolor puede llevar al colapso y entonces dispara los mecanismos de seguridad que hacen emerger estados no ordinarios de conciencia y experiencias transpersonales. Es el otro lado del espejo: el dolor puede ser un foco de iluminación, de lucidez y de expansión de la conciencia.

A pesar de que cuando aparece absorbe toda la energía de la persona y su “ruido” apaga el funcionamiento de la mente, el dolor también devuelve al ser al territorio de la conciencia y es capaz de despertar una sensibilidad inigualable, una agudeza extraordinaria sobre aspectos que de otra forma no se podrían percibir.

Dos maneras de afrontarlo

El dolor crónico se ancla en el cerebro y permanece inmune a todos los intentos científicos de fomentar el escape, la paliación y el uso de fármacos, reclamando de forma sutil resistencia, contemplación y autocontrol. Cuando rebasa el límite de tolerancia, ni siquiera una mente entrenada y poderosa suele ser capaz de contenerlo e integrarlo.

Entonces solo queda intentar transformarlo. Porque el dolor no es incompatible con la alegría o con una actitud positiva. Hay dos grandes estrategias: procurar descomponerlo y alejarlo de la conciencia o recibirlo e intentar dominarlo.

Con la primera, se pretende aislar el componente sensorial, convertirlo en un fenómeno objetivo que pueda ser contemplado, desproveerlo de su carga emocional y transformarlo en una simple percepción. Con la segunda, se intenta aprender a vivir con él asumiendo actitudes positivas frente a la experiencia, sustituir ideas erróneas negativas de desesperanza y abandonar conductas desadaptativas.

Al adoptar un papel activo y mantener la “mirada de la fiera” sin pestañear, la persona empieza a vivir “como si” no tuviera dolor y, entonces, la experiencia disminuye o desaparece.

Un maestro exigente

Si asumimos que el dolor no puede ser comprendido, esa misma falta de sentido se convierte, paradójicamente, en el sentido del dolor.

Aparece un nuevo horizonte, más allá del dilema entre la lucha y la aceptación, que permite mantenerse firme y mirar cara a cara a la adversidad como una forma de llegar a ser plenamente humanos. Si no puedes resolverlo, deja que se disuelva. Se trata de una actitud de coraje: no huir, aceptar la vulnerabilidad como fortaleza y entregar cuerpo y alma en el empeño.

Permanecer receptivo, dotar al sufrimiento de sentido y entregarse a la experiencia sin reservas, sin nada que ocultar, sin nada que temer. No intentar conseguir nada, no esperar nada, solo estar, permanecer y observar. Contemplar. Quizá esa pueda ser la forma de dotar de sentido al dolor, aceptarlo como maestro exigente que obliga a madurar el fruto de una auténtica transformación de la consciencia.