Hace unos años, acudí al psiquiatra con síntomas de depresión. Después de varias experiencias particularmente dolorosas, había caído en un estado de profundo abatimiento y había perdido el interés por casi todo.

Pensé que la psicoterapia podría ayudarme a resolver mis problemas, pero el psiquiatra me dijo que las pastillas eran mucho más eficaces y su efecto, casi inmediato. Me hizo varias preguntas, tomó notas y, en algo menos de media hora, decidió el tratamiento: una mezcla de antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos. Habló por encima de los efectos secundarios y me recomendó que no leyera los prospectos, pues me producirían una alarma innecesaria. No me atreví a cuestionar su opinión.

Hipnóticos: el inicio de una historia de adicción

En fin de cuentas, había acudido a un profesional y esperaba que actuara con transparencia y responsabilidad. Compré los fármacos y no puede evitar la tentación de desplegar los prospectos, leyendo a saltos las indicaciones, las dosis recomendadas, las precauciones y los efectos adversos. Efectivamente, me alarmé.

A pesar del lenguaje técnico, pude entender que podía sufrir toda clase de complicaciones. Las estadísticas relegaban las más graves a un ridículo porcentaje, lo cual no me tranquilizaba demasiado. Entre mis tíos y abuelos había dos cirujanos, un forense y un especialista en aparato digestivo. Todos repetían que las estadísticas eran absurdas en medicina. Nunca es un consuelo pertenecer a ese pequeño porcentaje que sufre un shock anafiláctico o muere sobre la mesa de un quirófano. A pesar de todo, seguí las pautas del psiquiatra.

Me hizo varias preguntas y decidió el tratamiento: una mezcla de antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos

El primer día no me levanté hasta las doce. Salí de la cama aturdido, con náuseas y con una voz de ultratumba. Parecía que me había emborrachado más allá de cualquier límite razonable. No pude acudir al trabajo. Hablé con el psiquiatra y me bajó la dosis del hipnótico, pero insistió en que continuara con el resto de la medicación. El miedo a no poder hacer una vida normal me hizo descartar los ansiolíticos, pero me resigné a tomar los antidepresivos y los hipnóticos.

El antidepresivo era amitriptilina; el ansiolítico, clorazepato dipotásico, y el hipnótico, lormetazepam. Los problemas con el lormetazepam, que pertenece a la familia de las benzodiacepinas, empezaron enseguida. Mis sueños se hicieron particularmente angustiosos. Soñaba cosas absurdas o traumáticas. Las pesadillas no son algo excepcional, sobre todo cuando estás deprimido, pero no es normal encadenar una tras otra. No tardé en experimentar ansiedad y miedo ante la perspectiva de dormirme, pues sabía que mis sueños incluirían situaciones terribles.

Entre mis pesadillas recurrentes se encontraba la fantasía de morir ahogado o de sufrir un aparatoso accidente de circulación. Despertar no era un alivio, pues mi mente se hallaba embotada por un descanso inducido artificialmente. Durante la primera hora de la mañana, parecía un boxeador sonado que busca angustiosamente una esquina del cuadrilátero para recuperarse de los golpes recibidos. No podía moverme por la casa sin chocar con los muebles y tartamudeaba como un niño que está aprendiendo a hablar.

Pedí cita con el psiquiatra y le supliqué un cambio de medicación. De hecho, no comprendía que me hubiera recetado un hipnótico, pues el insomnio no se había encarnizado conmigo. Algunas noches dormía mal, pero era algo episódico, no la tónica general. El psiquiatra decidió sustituir el lormetazepam por zolpidem, que también es una benzodiacepina.

Los efectos secundarios de la benzodiacepina

Me dijo que era un medicamento menos agresivo. Eso sí, no me comentó que podía provocarme episodios de sonambulismo. Sustituí una pastilla por otra y no mejoraron los efectos secundarios. Eso sí, una noche me desperté en el salón con el televisor encendido. Estaba tumbado en el sofá, con el pijama y una manta. Estupefacto, apagué el televisor y volví al dormitorio, pero ya en el pasillo descubrí que la luz de la cocina estaba encendida. Una sartén con aceite y un plato con restos revelaban que me había frito un huevo. Nunca había sufrido un cuadro de sonambulismo y me impresionó lo que se podía llegar a hacer en ese estado.

Me acostumbré a dormir con un miligramo. La mente se adapta a los cambios de la química, pero no sin un coste

Intenté olvidarme del incidente, pero varios días después se repitió el episodio. Esta vez me afeité, navegué por Internet, abrí mi correo electrónico y envié un par de mensajes. Además, salí a la calle en pijama para comprobar si había correspondencia. Vivo en una casa de campo y, afortunadamente, no me crucé con nadie. Pasé el resto de la noche en un sofá del salón, protegiéndome del frío con una gabardina. A pesar de todo, acudí al día siguiente al trabajo en autobús. Agotado, apoyé la cabeza en el cristal y miré a la carretera.

Al fijar la mirada en los coches que conducían en sentido contrario, descubrí que se duplicaban como en un truco de magia. Aparentemente, el autobús circulaba entre las dos imágenes, dibujando una trayectoria incompatible con las leyes de la física. Por primera vez en mi vida sufría visión doble. Mi cerebro no estaba preparado para la experiencia y experimenté una inquietante sensación de irrealidad. Imagino que la peripecia es digna de una comedia de Peter Sellers, pero con ciertas dosis de cine de terror. Cuando lo recuerdo, siento escalofríos.

Durmiendo gracias a las pastillas

Derrotado por el zolpidem volví al lormetazepam. Poco a poco, me acostumbré a dormir con una dosis de un miligramo. La mente se adapta a los cambios introducidos por la química, pero no sin un coste. Después de una década regulando mi sueño con el lormetazepam, he notado una alarmante pérdida de memoria a corto plazo, crecientes dificultades para concentrarme y una tendencia a la dispersión que me hace saltar de una tarea a otra.

Cambié de psiquiatra hace poco y, desde el principio, me advirtió que las benzodiacepinas eran muy peligrosas, pues producían deterioro cognitivo a largo plazo, fatiga crónica, riesgo de demencia, problemas psicomotrices, disfunción sexual, alucinaciones acústicas y visuales, agorafobia, síndrome de intestino irritable, aumento de la ansiedad, parestesia (hormigueo o entumecimiento de brazos y piernas), ataques de pánico, visión borrosa, despersonalización, hipotensión, sonambulismo... Algunos estudios habían descubierto en pacientes de la tercera edad, con varias décadas de consumo de benzodiacepinas, trastornos inmunológicos significativos, daño cerebral estructural, dilatación del sistema ventricular y un marcado incremento de riesgo de cáncer.

Mi nuevo psiquiatra me planteó eliminar el lormetazepam de forma progresiva y sustituir los antidepresivos por psicoterapia. De momento, empezaríamos con la supresión paulatina del hipnótico. Cada semana reduciría un cuarto de pastilla, hasta suprimir el miligramo diario que me había ayudado a conciliar el sueño los últimos diez años. Me dio cita para el mes siguiente, indicándome que le llamara si surgía algún percance.

El síndrome de abstinencia de las benzodiacepinas es equiparable al del alcohol, pero casi nadie lo sabe

Esa noche, corté la pastilla en cuatro trozos y prescindí de uno. Dormí sin problemas, pero cuando una semana más tarde prescindí de otro trozo, reduciendo la dosis a la mitad, sufrí insomnio tardío la primera noche, esto es, me desperté a las cuatro horas y no pude volver a dormirme. La segunda noche se repitió la reacción, pero acompañada de convulsiones, espasmos y movimientos involuntarios en las piernas. La tercera noche resultó especialmente penosa.

Más efectos adversos

Cuando se interrumpió el sueño, reaparecieron los síntomas, más dolor torácico, hipersensibilidad al ruido, sensación de shock eléctrico, sofocos, dolor de cabeza, sudores, taquicardia y náuseas. Pensé en acudir a Urgencias, pero al cabo de una hora solo persistían las náuseas, el dolor de cabeza y la taquicardia. No volví a dormirme. Extenuado, llamé al psiquiatra por la mañana, pero no pudo darme cita hasta dos días más tarde. Como su consulta se halla en un hospital, me sugirió que fuera a Urgencias y pidiera una hospitalización inmediata. La idea me angustió y preferí esperar. Esa noche, cometí una pequeña barbaridad. En vez de media pastilla, me tomé dos y cuatro comprimidos de Tranxilium 10 mg (clorazepato de potasio). Dormí doce horas seguidas, lo cual es comprensible, después de un cóctel explosivo y tres noches de profundo malestar.

Durante los años ochenta y principio de los noventa, 14.000 pacientes presentaron una denuncia conjunta avalada por 1.800 estudios jurídicos, según los cuales la industria farmacéutica conocía la dependencia y el síndrome de abstinencia que producían las benzodiacepinas, pero habían ocultado el dato. Se demandó a 117 médicos de cabecera y a 50 autoridades médicas. Desde entonces, muchos médicos británicos no recetan benzodiacepinas sin un consentimiento firmado. Mi psiquiatra ha reemplazado los comprimidos de lormetazepam por gotas: así resulta más fácil abordar una reducción gradual sin provocar molestias incompatibles con una vida normal. Me ha dicho que necesitaré un año para poder prescindir del hipnótico y volver a dormir de forma natural. Cuando interrumpa definitivamente la medicación, aún tendrán que discurrir seis meses o más para que mi organismo se libere por completo de las benzodiacepinas. Pasado ese tiempo, presumiblemente mejorará mi memoria y mi capacidad de concentración. Más adelante, tantearemos si el antidepresivo es necesario o puede suprimirse.

Actualmente, se considera que el síndrome de abstinencia de las benzodiacepinas es equiparable al del alcohol, pero casi nadie lo sabe. Relato mi experiencia porque no me gustaría que otras personas pasaran por el mismo calvario. La psicoterapia es una alternativa mucho más sensata y con más probabilidades de éxito a largo plazo. Vivimos en una sociedad hipermedicalizada que resuelve cualquier problema con un arsenal farmacológico, creando inesperadas adicciones. Si –por ejemplo– perdemos a un ser querido, es normal estar abatido, dormir mal y perder la ilusión por las cosas. Esos sentimientos forman parte del duelo y la solución no es medicarse, sino esperar, remontar el dolor y asimilar lo que ha sucedido. Si la tristeza persiste e interfiere gravemente en la vida normal, la psicoterapia puede enseñarnos a reelaborar nuestras emociones, restaurando el equilibrio. En fin de cuentas, somos palabras y las palabras esclarecen, curan y proporcionan esperanza.

Alternativas que no crean dependencia

Las benzodiacepinas son drogas sintéticas que producen una severa dependencia. Hay otras alternativas para combatir la ansiedad y el insomnio.

Para el insomnio

  • Ejercicio físico. La actividad física ayuda a relajar la mente y libera endorfinas. Aun así, es mejor no practicarla después de las ocho de la tarde, pues podría dificultar el sueño, pero sí está indicada durante el resto del día. El malestar que nos produce la ansiedad halla una vía de escape en el deporte. Si no te es posible acudir a un gimnasio, puedes procurar al menos caminar media hora al día.
  • El ambiente adecuado. Un dormitorio acondicionado facilitará tu descanso. No es una buena idea usarlo como espacio de trabajo o lectura. Tampoco es el lugar adecuado para disfrutar del ordenador o la televisión. La luz debe ser tenue. Evita los ruidos, cerrando ventanas, bajando persianas y apagando los móviles. Los colores suaves en paredes, muebles y cortinas contribuyen a crear una atmósfera cálida y relajante. La temperatura ideal para dormir oscila entre los 15 y los 22 ºC.
  • Mantener una rutina. Conviene cenar poco y temprano. El alcohol y el exceso de líquido interfieren en el sueño. Una vejiga demasiado llena nos despertará a media noche. Ducharse con agua templada incrementa la temperatura corporal y, poco después, produce un enfriamiento compensatorio que ayuda a relajarse y conciliar el sueño. Es fundamental acostarse todos los días a la misma hora y evitar la siesta.
  • Plantas medicinales. La valeriana es sedante e induce el sueño de forma natural. La pasiflora ayuda a mantener el sueño y la amapola de California evita los despertares prematuros. Son remedios naturales y no crean dependencia.

Para la ansiedad

  • Aceptarla, comprenderla. La ansiedad es una respuesta aprendida ante situaciones de peligro o experiencias traumáticas. Cierto grado de ansiedad es positivo, pues nos previene de un riesgo real, pero cuando se convierte en algo generalizado, deteriora gravemente nuestra calidad de vida. Sin embargo, no sirve de nada negar su existencia. Aceptarla y comprenderla, buscando sus causas, es el primer y necesario paso para superarla.
  • Soluciones a medio plazo. La ansiedad tarda en desaparecer, ya que es un rasgo de carácter, casi siempre adquirido en una infancia difícil y con unos padres inestables. Las personas ansiosas se aceleran enseguida. Suelen realizar sus tareas con prisas y angustia, lo cual incrementa los niveles de cortisol y adrenalina, agravando su excitación. No obstante, es posible reelaborar nuestras emociones, introduciendo pautas más racionales. La ansiedad se mitiga notablemente si planificamos nuestro tiempo y nos fijamos metas realistas. Es mejor no dejar tareas pendientes, pues aplazar las cosas crea inquietud. No hay que desanimarse ni esperar soluciones inmediatas. Si no funciona un enfoque, siempre podemos buscar otra perspectiva. A lo largo del día, conviene reservar un tiempo para nosotros que nos permita relajarnos y desconectar de la tensión diaria.
  • Aprende a estar a solas contigo mismo. La ansiedad muchas veces está relacionada con la incapacidad de estar solo. No reparamos en que la soledad no es una desgracia, sino una experiencia enriquecedora. Hay que disfrutar de esos momentos que nos ayudan a conocernos mejor. Es mejor no agobiarnos por el futuro, sino vivir el aquí y ahora. Pensar en lo que puede suceder frustra la posibilidad de disfrutar plenamente del presente.
  • Procura expresar tus emociones. Es imposible eludir los conflictos, pero sí podemos elegir cómo afrontar las cosas. Solos o, si es necesario, con psicoterapia, podemos diseñar estrategias para enfrentarnos a los problemas. No nos conviene ser esclavos de reacciones afectivas primarias. Podemos gestionar nuestras emociones y expresarlas de forma adecuada, escogiendo a las personas que merecen nuestra confianza. No es recomendable abrir nuestra intimidad a personas que apenas conocemos, pues esa sinceridad se puede malinterpretar o revolverse contra nosotros.