La Tierra, vista desde el espacio, parece una esfera casi perfecta de color azul y blanco suspendida en la infinitud de un universo oscuro y silencioso.

La atmósfera la envuelve como un halo evanescente y, tan inmensa e inacabable como se ve desde la Tierra, parece fina y frágil frente al denso vacío que la rodea.

En esa Tierra que fascina con su belleza no existen las fronteras artificiales creadas por el hombre y todos los seres vivos forman parte de una misma comunidad planetaria.

Tal vez por eso, a miles de kilómetros de distancia, los astronautas se sienten poderosamente apegados a ella, como si un cordón umbilical invisible les recordara quién les dio y sigue dando la vida.

Desde ahí lo que diferencia a un insecto de una flor, a un pájaro de un roedor, y a todos ellos de nosotros, parece insignificante comparado con lo que nos une.

Esa curiosidad por explorar el espacio, la tecnología para conseguirlo y la emoción de los astronautas ante la visión de la Tierra no habrían sido posibles si el ser humano no hubiera desarrollado la conciencia, el don más intrigante y precioso del que disfruta nuestra especie.

La paradoja de la conciencia

La conciencia ha permitido al ser humano realizarse en múltiples facetas. De ella han surgido el baile, la música o la escritura. La agricultura y el tejido. El amor y el hacer proyectos. El deseo de libertad...

Sin embargo, el desarrollo de esa faceta más intelectual ha conducido asimismo a un profundo distanciamiento de la naturaleza.

Hoy, para muchas personas en Occidente la naturaleza puede reducirse a eso que se ve desde la ventanilla del coche o a los animales que aparecen en los documentales de televisión.

En las ciudades el asfalto impide acariciar la piel de la tierra, mientras que la naturaleza encapsulada de los parques pierde su poder evocador y se convierte en una prolongación del espacio urbano.

Al vivir ajena al orden natural, con sus ciclos de creación, destrucción y regeneración, la humanidad está minando los recursos del planeta, poniendo en peligro la vida de otras especies y hasta su propia supervivencia. Pero no solo eso: está alejándose de su principal fuente de equilibrio y bienestar.

¿Simple egoísmo o afán de libertad? En cualquier caso, el ser humano es el más capacitado para comprender su vinculación con la Tierra, que invita a amarla y a reconciliarse con ella.

El ser humano pertenece a la tierra

"Me encantan las ruinas –escribió el naturalista británico Roger Deakin– porque hacen lo que todo está siempre deseando hacer: volver a la tierra, fundirse de nuevo en el paisaje".

El ser humano surge de la Tierra, de ella obtiene todo lo que tiene y cuando muere regresa a ella, como todos los demás seres vivos con los que comparte el planeta.

Durante siglos hemos vivido esa realidad de cerca, atendiendo nuestras necesidades básicas en estrecho contacto con la tierra, reverenciándola, aprendiendo de sus leyes y agradeciendo su generosidad, que hacía posibles las cosechas.

Tal vez por eso hoy, aunque se viva cada vez más alejado de la naturaleza, en el fuero interno de muchas personas sigue latente, como una pulsión, un sentimiento de pertenencia a ella.

"Nosotros somos una parte de la tierra y ella es una parte de nosotros", decía el jefe indio Seattle al presidente de Estados Unidos en 1855 cuando este quiso comprar el territorio que ocupaban los indios duwamis en el estado de Washington.

Seattle se preguntaba cómo podía aquel gobierno querer comprarles el frescor del aire, el calor de la tierra o la velocidad del antílope, si no les pertenecían. Ellos se consideraban hijos de la Tierra, no sus dueños. "Las rocosas alturas, las suaves praderas, el cuerpo ardoroso del potro y del hombre... todos pertenecen a la misma familia".

Hoy es frecuente colgar cuadros de paisajes en casa o escuchar grabaciones de sonidos de bosques y ríos, en un intento de traerse la naturaleza al hogar.

No es casualidad. Sus formas y sonidos resultan armoniosos a la vista y al oído, casi familiares, porque la naturaleza es la morada donde uno tiene sus raíces.

De hecho, "ecología" deriva del griego oikos, que significa "hogar", y nació como la ciencia que estudia la relación de los seres vivos con el lugar en el que viven.

Hijos de la Madre Naturaleza

¿Qué sería del ser humano sin árboles, sin animales, sin rocas, sin viento? Los árboles, las plantas, las briznas de hierba... son prueba de que toda la vida surge de la tierra.

Con sus raíces ancladas en el suelo han dado pie en la mayoría de culturas a asociar la naturaleza con el arquetipo materno: la madre naturaleza que nos da sus frutos y de la que a su vez nosotros somos fruto.

Y es que con la luz que captan del sol transforman la materia inerte del suelo en alimento: el alimento que configura sus propios tejidos vivos y sin el cual no habría animales ni hombres porque no tendríamos qué comer.

Los animales procuran al hombre alimento espiritual recordándole de dónde viene, pues compartimos un pasado común.

Junto a las diferencias, en ellos podemos ver esbozados sentimientos humanos, y al observarlos y relacionarnos con ellos nos acercan a nuestra propia esencia.

No hay que olvidar que para llegar a ser lo que somos hoy tuvieron que existir antes millones de especies. Desde las primeras células hasta los peces, las aves, los otros mamíferos... el ser humano lleva en su interior algo de todos ellos.

Solo hay que mirar los estudios sobre el genoma humano: se podía pensar que se parecería al del chimpancé pero, ¿quién iba a imaginar que no diferiría tanto del de la mosca?

¿Por qué aceptar la dependencia?

Esa es una de las lecciones más valiosas que se pueden aprender de la naturaleza: que uno existe porque existe todo lo demás.

"Declaro mi dependencia", dice Satish Kumar, uno de los adalides de la ecología profunda. O So hum, como dicen los hindúes: "Eres, luego existo".

Todos hemos podido experimentar alguna vez la maravillosa sensación de estar en armonía con el mundo, aunque solo haya sido un instante, y de algún modo hemos intuido esa codependencia.

Puede haber sido contemplando un paisaje hermoso, la mirada de la persona amada o la expresión de un animal que parece saber cómo nos sentimos. Lo que tienen en común esos momentos es que nos hacen sentir vivos y llenos de amor.

Uno intuye que es solo un destello en el universo pero siente que forma parte del misterio compartido que es la vida. Es en contacto con la naturaleza cuando esa realidad se hace más evidente.

Cualquier vida depende de otras con las que coexiste. También la del ser humano. Las culturas que han mantenido formas de vida tradicionales, como los pueblos indígenas de la selva amazónica o algunas culturas orientales, lo saben, como lo sabían nuestros abuelos que vivían del trabajo en el campo o los dones del mar.

Ellos observan la naturaleza y viven en armonía con ella, respetando sus leyes y procurando no romper el equilibrio que permite la vida. Saben que dependen de ella para sobrevivir y que tomar más de la tierra de lo que puede reponer implica pan para hoy y hambre para mañana.