Por Jesús Aguado

Vivir se hace ladrillo a ladrillo. Cada paso que damos es un ladrillo que ponemos en ese edificio que denominamos vida propia. Construimos sin cesar, sin darnos cuenta, cada vez que decidimos algo, cada vez que damos un paso, incluso cuando soñamos. Somos casas en construcción.

En unas ocasiones usamos materiales que hemos escogido (una profesión, una pareja, una ideología...) y en otras nos tenemos que conformar con los materiales que el mundo ha puesto en nuestras manos sin consultarnos (un país, una lengua, una familia, unas características físicas...).

Lo importante, sin embargo, es que uno pueda confiar en que esos materiales propios y ajenos le protejan del mundo de fuera: como en el cuento deLos tres cerditos, el lobo puede derribar sin esfuerzo la cabaña de paja y la de madera, pero ya no la de piedra, que resiste sus bufidos, sus empujones, sus arañazos, su rabia.

El lobo sabe, como se ve en Caperucita RojayLas siete cabritillas, usar el ingenio además de la fuerza bruta para conseguir que le abramos nuestras puertas: se disfraza, se espolvorea de harina la pata, modifica el timbre de su voz, argumenta de manera razonable. Si no puede echar abajo nuestra casa, hace lo posible para penetrar en ella y convertirla en parte de la espesura, en bosque, en territorio salvaje.

El plano extraviado

Los lobos del mundo –que, no lo olvidemos, la mayor parte de las veces son proyecciones de nuestros miedos y de nuestros errores antes que enemigos reales del mundo de afuera– tienen la triste misión de destruir lo que hemos construido: una casa (que intentan convertir en un montón de escombros), unos valores (que desprestigian con su omnívora inmoralidad), una frase (que emborronan y tergiversan para que se vuelva ininteligible) o unos sentimientos (que minan desde sus cimientos para que dejen de sostener nuestra existencia).

Construir es protegerse de la acechanza de los lobos internos y externos. Construir es aprender a alzar una barrera infranqueable entre nosotros, que anhelamos ser quienes somos, y esos lobos, cuya ferocidad pretende aniquilarnos. Construir es poner nuestro corazón a salvo de las dentelladas de los muchos depredadores que quieren alimentarse con él.

Es necesario saber que la casa debe estar al servicio de uno y no uno al servicio de la casa.

Pero conviene no olvidar que somos casas que se construyen obedeciendo a un plano que se ha perdido (el mismo plano que intentan reconstruir las distintas religiones, filosofías o literaturas).

Casas, por tanto, que, como nos ocurre a nosotros, dudan, se tambalean, se van corrigiendo sobre la marcha, en ocasiones se caen y obligan a comenzar de nuevo desde el principio o a pasar más tiempo a la intemperie (una ocasión, por cierto, para disfrutar del cielo abierto y las maravillas de la naturaleza, no solo para sentirse desprotegidos). Casas poco fiables si no fuera porque el verbo construir, tan tenaz y tan vivo, no les permite caer en el abatimiento ni tomarse un momento de respiro.

Construir una vida es, en este sentido, hacerla posible, inscribirla dentro de un plan (dentro de un plano), ponerla en contacto con sus paisajes y con sus límites. Construir una vida es irla alzando con esos ladrillos que se quedaron medio amontonados en el primer párrafo (y con las vigas, las tejas, las tuberías, los cables...), es diseñar sus estancias, es abrirle puertas y ventanas, es colocarle un techo a prueba de la lluvia y del sol, es amueblarla.

Ladrillos, estancias, puertas y ventanas, muebles, cimientos: todo lo que hace sólido nuestro proyecto de vida, lo que le da estabilidad, lo que lo encaja en la sociedad (una casa vecina de muchas otras casas), lo que lo hace creíble.

Un compromiso diario

Pero para construir es necesario saber que la casa debe estar al servicio de uno y no uno al servicio de la casa. El que no consigue esto queda prisionero de su casa, se convierte en su propio carcelero. Construir, por lo tanto, en libertad y para ser libres: para que la casa cumpla su función de cobijarnos sin pasarnos deudas por hacerlo.

Construir, entonces, como el que se entretiene haciendo castillos de naipes. O castillos en el aire. Construir desde la fragilidad y desde lo efímero, desde la impermanencia y el cambio. Construir asumiendo de antemano el temblor que provoca la posibilidad de una corriente de aire, un mal gesto, no haber aprendido la ciencia de los milímetros que se requiere para colocar las cartas de manera que el castillo no se venga abajo.

Cualquier cosa, en efecto, puede echar a perder semanas o años de esfuerzo: en un segundo el castillo se desmorona y nos obliga a comenzar de nuevo. Pero es que construir es eso: comenzar de nuevo constantemente, redefinir día a día la casa que nos contiene, repasar sin descanso los revoques, las bisagras, los muros, los marcos, el estado de los suelos. Construir, construirnos: somos los albañiles y los arquitectos de nuestra vida.