Cuando imaginamos una situación agradable, normalmente se trata de un lugar tranquilo, sin ruidos, donde el aire es limpio y llega la luz del sol... Seguramente no estaremos alejados de la naturaleza; la compañía de árboles y flores completará ese entorno ideal.

El diseño del cuerpo y la mente del ser humano denota que estamos hechos para adaptarnos a las más diversas y extremas circunstancias: frío, calor, falta de alimento, caminar largos trayectos... Incluso se dice que un poco de estrés es bueno, pues estimula el organismo. El problema es cuando ese estrés se vuelve crónico, cuando las exigencias son constantes y el descanso no compensa la excesiva actividad.

La tranquilidad se ha convertido en un bien escaso. Lo que antes era una experiencia habitual en nuestros pueblos e incluso en ciertas ciudades, hoy parece reservado a vacaciones de millonarios en selectos hoteles alejados del bullicio y la prisa.

El ritmo básico de nuestro movimiento corporal consiste en caminar. El paso natural es más bien lento, no altera otras actividades como hablar o pensar. Si es necesario, podemos acelerar el paso, incluso correr con sorprendente rapidez. Pero nuestro cuerpo no puede estar mucho tiempo corriendo sin parar.

La idea que quiere resaltarse aquí no es, pues, reivindicar la inacción o la pereza, que es el sentido peyorativo que suele darse al no tener prisa, sino a la sabia alternancia de la actividad y la contemplación, el trabajo y el descanso. Al igual que la noche, afortunadamente, sigue al día.

¿Por qué vivimos acelerados?

Si nos interesa averiguar el cuándo y el porqué de haber perdido la calma, comprobaremos que se trata de un encadenamiento de factores que han cambiado la sociedad.

Inventos como la electricidad, tan útil en muchos campos, hacen que el descanso nocturno no sea estrictamente obligatorio. También el reposo dominical es menos observado. La producción y el desarrollo económico, sobre todo dentro del concepto de globalización, parecen exigir que la actividad sea constante. En este sentido, podemos distinguir tres fases históricas bien diferenciadas:

  • Época agrícola-pastoril. Durante milenios, la sociedad estaba regida por los ritmos naturales del día y las estaciones. Las cosechas, los rebaños de animales y la actividad de los artesanos determinaban la vida de esas sociedades.
  • Época industrial. Hace unos dos siglos, la maquinaria y nuevas fuentes energéticas cambiaron drásticamente los modos de producción -aumento de la rapidez-, así como la tendencia a dejar el campo por la ciudad, sede de las industrias.
  • Época post-industrial o telemática. La tecnología ha desarrollado nuevas posibilidades de transformación de la naturaleza, modificando por ejemplo los cultivos. La informática, a su vez, permite una mayor aceleración tanto en los procesos industriales como en la comunicación. Se tiende a valorar todavía mas la rapidez, casi la instantaneidad.

Según el budismo, que establece una división simbólica de los mundos a los que pertenecen los seres que existen, el nuestro es llamado reino del deseo. La tendencia a querer siempre más, a no contentarnos con lo que tenemos, es a la vez una virtud y un defecto.

La importancia de vivir el momento

Vivimos en tres dimensiones del tiempo: el cronológico marcado por el reloj, el biológico inscrito en nuestras células y el psicológico. El tiempo mental es quizá el más importante, a la vez el más íntimo y el único que podemos modificar. La prisa estrecha, por así decirlo, la vivencia temporal, mientras que la calma la ensancha.

Decía el filósofo Pascal que el origen de los males que aquejan al ser humano estriba en la dificultad para permanecer tranquilos en una habitación. Siguiendo esta idea, podríamos decir que no prestar la justa atención al presente desvirtúa la experiencia de vivir.

Anclarse en el pasado o correr siempre hacia un futuro todavía inexistente, hace que nos perdamos muchas cosas buenas en el camino.

Redescubrir que la lentitud ayuda en muchas ocasiones a ampliar la consciencia, a ver de otra manera nuestro entorno, es una sencilla manera de ganar tiempo y espacio.

Vivir el presente con energía y atención, sin desear que acabe, es una recomendable actitud. Valorar cada instante es una forma de enriquecer la vida y para eso no hace falta apresurarse, hay tiempo.

Volver a la necesaria lentitud

Está claro que no se trata de convertirse en marginales de una sociedad que funciona de determinada manera. Pero sí de llevar una vida más plena y desacelerada, pues cada persona tiene el derecho de controlar su tiempo y espacio particulares. No se trata, pues, de una reivindicación más o menos excéntrica, sino de una necesidad casi fisiológica.

Como sabemos, la gran mayoría de funciones orgánicas son involuntarias (respirar, comer, digerir, etc.) y están controladas por el llamado sistema nervioso vegetativo. Este se compone de dos sistemas:

  • Simpático. Prepara a la acción, reacciona ante el peligro o el miedo: aumento de la frecuencia cardiaca y respiratoria, de la tensión arterial, dilatación bronquial, sudoración.
  • Parasimpático. Restablece la energía, digestión, sueño: disminución de la frecuencia cardiaca, relajación, aumento de la actividad digestiva y urinaria (mayor eliminación de desechos).

La alternancia de ambos sistemas favorece la salud y el bienestar. Pero con frecuencia y debido al modo de vida actual, se comprueba en la consulta que muchas personas se quedan habitualmente bajo un predominio de la fase simpática del sistema nervioso. Viven en constante estado de alerta, como si un peligro inminente pudiera hacerles daño. No pueden relajarse y por este motivo todo un cortejo de síntomas aparecen: ansiedad, insomnio, malas digestiones, problemas cardiovasculares...

La terapia compensatoria sería que estas personas pudieran pasar periódicamente a una fase de predominio parasimpático. Muchos de los consejos que se dan en este artículo ayudan a lograr una mayor capacidad de relajación.

El valor de comer y viajar en modo slow

Hay en la actualidad una creciente tendencia cultural que revaloriza la lentitud. Uno de los primeros impulsos en esta dirección es el que alude a la "comida lenta" (slow food) en contraposición a la imperante "comida rápida" (fast food). Se trata de un movimiento actualmente internacional, pero nacido en Italia, que se contrapone a la estandarización del gusto y promueve la preservación de las tradiciones gastronómicas regionales, con sus productos, métodos de cultivo y cría.

El slow food fomenta una nueva lógica de producción alimentaria que respete la biodiversidad. Justamente, su símbolo es el caracol, emblema de la lentitud.

Pero otros muchos ámbitos de la vida pueden beneficiarse de esta filosofía, por ejemplo el viajar. Antaño, los motivos para desplazarse eran la necesidad económica (comercio en caravanas), el afán de saber (acudir a centros culturales donde aprender determinadas ciencias o artes) o el peregrinaje a lugares sagrados (búsqueda de sentido a la vida).

Hoy, en la mayoría de los casos, grandes masas de turistas simplemente son transportadas de un lugar a otro. La facilidad y abaratamiento de los vuelos aéreos contribuye a aumentar este tipo de desplazamientos, incrementando la contaminación ambiental.

Desde la óptica del movimiento a favor de la lentitud, se recomienda el viaje a pie o en bicicleta, disfrutando más despacio de los lugares. También desplazarse en tren permite una relativa rapidez sin perder el contacto humano con el paisaje, además de contaminar poco.

Estos dos ejemplos ilustran la filosofía de la lentitud. Se trata de ser más conscientes de cómo invertimos nuestro tiempo y de evitar quedarse presos en la cárcel de la prisa constante.

¿Cómo vivir mejor el presente?

Es posible desacelerar la vida cotidiana, siempre hay ocasiones de hacerlo. Aquí van algunos consejos para intentarlo:

  • El simplemente no hacer nada (dolce fare niente, en italiano) no es un pecado. Dedicar un tiempo a no producir puede ser enriquecedor. Dejar que el pensamiento divague libremente, pasear, contemplar las nubes, la lluvia que cae o la fachada de un edificio...
  • Evitar la presencia constante de los aparatos audiovisuales con su avalancha de imágenes y sonidos. Lograr que el televisor sea un electrodoméstico más, que puede apagarse y encenderse a voluntad.
  • Mirar poco el reloj y despertarse los fines de semana cuando el cuerpo lo pida. La siesta es también una saludable costumbre científicamente comprobada.
  • Bostezar es bueno para la salud, no hay que avergonzarse de ello.
  • No pretender hacer todo de una vez, sino ir por partes. No llenar demasiado la agenda. Tomarse el tiempo necesario para las personas y las actividades con las que se disfruta.
  • Procurar tener un hobby o afición que sea tranquilo: lectura, escritura, pintura, costura, jardinería, coleccionismo...
  • La música nos acompaña a menudo y condiciona nuestro ánimo. Es preferible la que tiende a calmarnos y procure sensaciones agradables.
  • Procurar en lo posible hacer la compra en los mercados de productos frescos. Caminar entre los puestos del mercado nos devuelve por un momento al origen de los alimentos.
  • Preparar una comida para poder sentarse con tranquilidad y saborearla. Si se está con amigos se disfrutará de la conversación y, si se está solo, de la paz de ese momento.
  • Darse de vez en cuando un baño caliente, incluso con abundante espuma, y demorarse en esa experiencia sin absurdos remordimientos.
  • Practicar una actividad física moderada (caminar, nadar, etc.), por lo menos tres veces a la semana.
  • Prepararse un té o una infusión favorece la relajación, procura una pausa en medio del trabajo y a veces permite una tranquila charla.

Meditación para recuperar la calma mental

Ya que en última instancia las experiencias de la vida se relacionan con estados mentales, la meditación puede ayudarnos. Hay muchas técnicas meditativas y con diversos propósitos.

Como aquí nos interesa relajar la mente, darle de vez en cuando unas pequeñas vacaciones, un procedimiento simple y eficaz consiste en poner atención a la propia respiración. Nada más, ni nada menos, pues es sabido que entre la mente y la respiración hay una íntima relación. Por eso cuando los pensamientos se agitan, también respiramos apresuradamente y viceversa.

Este sencillo y profundo ejercicio de meditación está basado en la técnica budista de "Calma mental" (Shamatha):

  1. Adoptamos para ello una postura cómoda que tradicionalmente es en el suelo con las piernas cruzadas, pero que también puede ser sentados en una silla o butaca. Es importante en todo caso que la columna esté bien derecha; las manos pueden apoyarse con las palmas hacia abajo sobre los muslos.
  2. No hay que apretar la boca: los labios están un poco entreabiertos y la lengua toca con su punta el paladar. Podemos mantener los ojos cerrados o un poco abiertos mirando hacia delante siguiendo la línea de la nariz.
  3. Simplemente iremos siguiendo con la mente la respiración natural, sin querer acelerarla o retrasarla. Hay que hacerlo por la nariz, pero si se inhala un poco de aire por la boca no pasa nada. Permanecemos, tranquilamente conscientes del ritmo respiratorio: inspiración, ligera retención, espiración... y así sucesivamente.
  4. Claro que surgirán en la mente pensamientos de todo tipo: no les haremos caso y si nos despistamos un poco volveremos a prestar atención a la respiración.
  5. La sesión dura de 5 a 15 minutos y se puede repetir varias veces al día.