Pertrechado en el sofá, mientras meriendo, he decidido asumir que soy mediocre.

No es que haya tomado precisamente ahora conciencia de mi medianía (de hecho, es un ejercicio que practico con asiduidad y hasta con cierto nivel de éxito) sino que, sí hasta hoy la percibía negativamente y la catalogaba como algo que convenía superar, ahora encuentro interesante aceptarla como una forma de vida deseable.

Seguiré con mis sueños y esforzándome por alcanzar lo que me ilusione. Pero me he propuesto cambiar el deseo de hacer más cosas y llegar más lejos por el de mirar, desde mayor distancia, el significado de la palabra "más".

Expectativas y frustración

No ha sido ajeno a mi decisión cierto miedo o, cuando menos, una sana prudencia, ya que vivimos bajo la amenaza del mito de la eficiencia.

Ya se trate del trabajo o del ocio, de las relaciones emocionales, del consumo o del sexo... todo parece concebirse como actividades evaluables en función de la productividad, el rendimiento, el triunfo y, últimamente, ¡la excelencia! Conceptos todos interesantes y magníficos... siempre que no superen nuestras posibilidades.

Ahí radica el problema: en que las expectativas son cada vez mayores y generan más gente insatisfecha.

Observando el tamaño de las estanterías dedicadas a los libros de autoayuda en las librerías, ciertos programas televisivos con éxito de audiencia o las ventas de antidepresivos, no creo desatinado afirmar que cada vez hay más personas que no se aceptan como son o al menos no están contentas con la vida que llevan.

Desear más es sin duda saludable, pero cuidado: no hay que olvidar que la frustración es el sentimiento que invade a aquellas propuestas de vida en que no se cumplen las expectativas.

Y los pronósticos de psicólogos y sociólogos no auguran nada bueno: cada vez las expectativas son mayores y tenemos más bajo el umbral de frustración, la tolerancia al fracaso.

Horacio y la mediocridad

El concepto de la "mediocridad dorada" lo acuñó el poeta Horacio (allá por el siglo I a C) y me lo recordó una amiga el otro día. Proponía no subir muy alto para no lastimarse demasiado al caer o, para navegar seguro, no adentrarse en alta mar ni aproximarse más de la cuenta a la costa.

La alternativa a la búsqueda del triunfo, o al abandono al fracaso, era vivir una mediocridad dorada, buscar una existencia sin sobresaltos, sin riquezas pero sin penurias, a salvo tanto de la adversidad como de la envidia ajena. Aparentemente es sencillo pero, a medida que lo pienso, voy dándome cuenta de que lograrlo puede ser una tarea heroica.

Definir la línea que separa lo necesario de lo superfluo, evitar los extremos, medir las posibilidades reales antes de acometer una empresa y, sobre todo, ser capaces de disfrutar del quehacer cotidiano, conseguir que las rutinas dejen de ser anodinas y se conviertan en algo lleno de sentido, no es tarea fácil.

Vivir cada momento como lo que es: un tiempo único; sentir cada abrazo como un regalo de la vida; renunciar al deseo de más para disfrutar de lo que se es y se tiene, requiere realmente un esfuerzo titánico.

¿Aceptar o conformarse?

Reconozco que de pronto he sentido un temor reverencial y me he planteado seguir con la comodidad que implica continuar deseando siempre más, aspirar a ser lo que no soy, soñar con que la suerte cambie mi vida, vivir corriendo tras metas inalcanzables...

En ese momento mi hija Andrea ha venido sonriente a "compartir" mi merienda, me he sentido dichoso, he entendido la diferencia entre aceptar y conformarse, y he decidido seguir luchando por mi dorada mediocridad.