Uno de los aprendizajes más útiles que realicé en mi formación como psicólogo y terapeuta fue el de no interpretar el relato del paciente basándome en mi experiencia o en suposiciones previas. En una sesión terapéutica, siempre ha de ser la persona la que exprese las emociones vividas con sus propios gestos y palabras.

Aún hoy en día, en cada una de las sesiones que realizo, tengo muy presente esta idea. Dada su importancia, he pensado que podría ser beneficioso comentarla en este blog y que sirva de reflexión para terapeutas presentes y futuros. Además, también puede resultar de utilidad para aquellas personas que estén pensando en buscar ayuda psicológica, como un criterio para elegir a quien va a acompañarle en su proceso terapéutico.

Cuando una persona acude a terapia viene cargada de toda una vida de experiencias y aprendizajes que han configurado su manera de interpretar sus vivencias particulares. Aunque existen algunas pautas generales, comunes a todo el mundo, cada uno tiene su forma personal de aplicar estos principios y resulta osado pretender conocer, a priori, los motivos por los que esa persona particular tiene tal o cual problema.

¿Qué esperar del psicólogo?

Como psicólogos, interpretar lo que dice el paciente según nuestra propias teorías me parece poco útil a nivel terapéutico. No nos podemos adelantar al relato de la persona, a lo que va a expresar y a la forma de expresarlo (verbal y no verbal). Realmente, desconocemos lo que siente la persona o cómo vivió la situación de su pasado que nos está relatando.

Frases como "debiste sentirte triste" o “eso sería un gran alivio” son interpretaciones subjetivas del terapeuta que pueden no corresponder con la realidad y que, además, pueden interferir en el relato, induciendo emociones o puntos de vista que pueden no ser los del paciente.

En lugar de esto, la pregunta adecuada, en toda ocasión es "¿Y cómo te sentiste entonces?". Una vez la persona ha identificado y nombrado cómo se sentía, sí podemos mencionar esa emoción y hablar sobre ella, pero no antes.

Incluso en situaciones muy obvias, donde tengamos claro las emociones que pudo experimentar la persona, resulta imprescindible que sea ella misma la que las exprese con sus propias palabras y dándoles sus matices particulares.

Como ejemplo para entender esta idea de “no interpretar”, me gustaría contaros una anécdota que supuso, para mí, un punto de inflexión a la hora de trabajar en terapia.

Preguntar en lugar de suponer

Hace casi 20 años, en una de las formaciones de la terapia que practico, Tania estaba dirigiendo una relajación a Lucho, un chico peruano. En un momento de su visualización, Lucho se imaginó en mitad del desierto junto a un gran cactus. El objetivo de la sesión de práctica era detectar cómo se había sentido el chico en un momento determinado de su vida, pero Tania, una joven de ciudad, poco acostumbrada a los desiertos, torció el gesto y le comentó “qué mal, ¿no?, con tantas espinas y tanto calor”.

A pesar del comentario de Tania, la expresión de Lucho era apacible y agradable. “Todo lo contrario”, le respondió, “el cactus es una planta dura y resistente, capaz de sobrevivir en las situaciones más extremas del desierto”.

Al igual que el cactus, Lucho había superado muchas situaciones complicadas en su vida y se sentía como un superviviente. Esta explicación de primera mano resultaba mucho más real y certera que el comentario espontáneo de Tania, basado en su propia interpretación de lo que supone un cactus.

Por suerte, este fue un ejercicio de práctica pero, en una sesión real, un comentario de este tipo puede influir en el paciente, desviándonos de sus emociones reales y haciéndonos perder una información muy valiosa.

Esta anécdota fue breve pero supuso un gran aprendizaje para mí. Siempre que tengo algún conato de interpretación, recuerdo a Lucho y pregunto: “¿Y cómo te sentiste entonces?”.